Cuando el sargento Guaba llegó a Tamayo los pobladores los veían con ciertos recelos. Se mostraba desconfiado y en cierto sentido poco amistoso. Con la tez blanca y pelo negro abundante, éste tenía un aspecto regordete y el cinturón del revolver se le veía semioculto debajo del abultado vientre, dando apariencia del típico policía de la época.
De mirada escrutadora y sonrisa maliciosa, el accionar de este hombre delató la veteranía obtenida en su largo historial en las lides policiales. En su interacción con la gente ponía de manifiesto un manto de recelos hacia un pueblo que apenas comenzó a conocer.
La razón nadie la sabe. Parece que desde un principio temió que surgiera algo, un acontecimiento imprevisto y por eso se mantenía vigilante, expectante tal “guinea tuerta”, dispuesto a usar el arma de reglamento ante cualquier eventualidad.
Esta comunidad del Sur Lejano tenía imagen de ser un pueblo “rebelde”, “revolucionario”. En este contexto de la sociedad tamayense bullía una juventud con aire de indocilidad que se incubó desde los tiempos de la tiranía.
De allí surgieron estirpes como los fenecidos primos Amable y Rafael Reyes, don Negro Reyes y el médico Manuel Alcántara (propietario de la Clínica Altagracia, ubicada en la calle Sabana Larga, de Santo Domingo Este). También, los hermanos Plinio y Manuel Matos Moquete, entre otros jóvenes y mozalbetes que osaron entonces desafiar el terror de la tiranía trujillista y luego las persecuciones balagueristas.
Los habitantes de este poblado, sin embargo, eran gentes apacibles, conservadoras, que se dedicaban mayormente a la producción agrícola, a trabajar en predios del ingenio Barahona y al comercio. Algunos eran dueños de tiendas para las ventas de ropas, calzados y chucherías.
Nos traen memorables y nostálgicos recuerdos las tiendas del “turco” Adolfo Morales, de Nayo Méndez, Mimiro, Federico Abud, Renato Arias y la Farmacia de Los Méndez, el mercado público y otros negocios que eran los activos que dieron vida a esta comunidad. Mi padre, Eloy Reyes Gómez, quien era entonces secretario del ayuntamiento, había instalado un colmado en la calle 10 de marzo casi esquina avenida Libertad, frente a la tienda de Nayo, el cual era gestionado por mi hermana Aida. Allí se aparecía con cierta frecuencia el sargento Guaba, quien acudía no solo a conversar con mi padre y mi hermana, sino también a tomar cerveza o ron, a veces hasta emborracharse.
Cuando éste sentía que traspasaba la línea del alcoholímetro, se ponía de pie y hacía con las manos unos saludos parsimoniosos de despedida. Tambaleándose, a veces, -aunque no quería aparentar que estaba ebrio-se empecinaba en caminar hasta el cuartel, ubicado a varios metros del colmado, en la carretera de salida hacia la comunidad de Uvilla.
Ocurría que desde que salía del colmado, éste altivo agente empuñaba la cacha del revólver, lo desenvainaba y llevaba en su mano durante todo el trayecto hasta la instalación policial.
-“Conmigo hay que tener cuidado, a mí hay que andarme fino, decía. Yo le parto el alma de un tiro al más bonito…”, expresaba con indiscutible acento cibaeño que nos deleitaba a todos como sureños al fin. Iba al colmado en la tardecita, casi de noche. Pedía cerveza o un pote de ron, se sentaba en una “silla de madera y guano”, la cual recostaba del mostrador, de manera sigilosa, de frente a las puertas de entradas. Nunca se sentó de espalda a la calle.
Decía cosas como si la dijera para sí, pero con la subyacente intención de ser escuchado por todo el mundo. Un hombre macho, valiente, sin miedo y dispuesto a enfrentarse con quien sea, parece que era el mensaje que quería que se conozca de él.
A mí, en mi caso particular, siendo todavía un imberbe, un mozo que apenas iniciaba mi adolescencia, “un carapicho” como nos decía el Padre Geraldo, me gustaba escuchar a Guaba con ese acento de los hombres machos del Cibao. Pero no tenía ideas de las intenciones de sus peroratas, pero me deleitaron sus imprecaciones, los alardes admonitorios que surgían de su boca, entre tragos y tragos. En tanto hablaba, sacaba de la canana y exhibía su lustrado revólver cañón semi-largo.
¿Se podía pensar que Guaba estaba a la defensiva y lanzaba un alerta frente a lo desconocido? Eran tiempos en que la policía estaba saturada de prédicas sobre la ideología anticomunista. Los agentes, desde la remota época de la Era de Trujillo y hasta después, en plena semidictadura del gobierno de Joaquín Balaguer, veían comunistas “hasta en la sopa” porque era que a estos se le predicaba sobre la alegada maldad entrañada en esta corriente de pensamiento.
Guaba era un agente policial de carácter rígido. Nunca quiso saber de los comunistas. De paso se hacía temer con expresiones fuertes de hombre dispuesto a todo, como buen cibaeño. –“Yo me mato con cualquiera, no tengo que ver, ya yo estoy pago”-, insistía.
Supe después que era oriundo de Moca. Los muchachos somos muy observadores y veía que mientras tomaba tragos, este astuto policía flechaba con sus ojos, de vez en cuando y de cuando en vez a Aida, mi hermana mayor. A veces lo sorprendía haciéndole señas, pero yo –a mi corta edad- no entendía nada de lo que ocurría. Sus miradas estaban envueltas con sonrisas penetrantes y taimadas que permitían verle, en su blanca dentadura, el reluciente diente de oro. Pude adivinar sus no tan ocultas intenciones.
En una oportunidad, mientras ingería su clásica botellita de ron Bermúdez, me hizo seña para que vaya hasta donde él. Di la vuelta por el mostrador, me le acerqué y entonces me susurró: -“Tú va a ser mi cuñado”. Sonreí inocentemente y entré de nuevo al colmado para ayudar a mi hermana en las ventas.
Aida, llena de curiosidad, preguntó qué me dijo el policía. Le repetí lo que me había dicho. Ella también se rió: –“Está loco él si cree que yo le voy a hacer caso a un policía”, murmuró. Mi hermana, una hermosa mujer de ojos negros galanos y pelos lacios que llegaban hasta su cintura, había vivido una primera experiencia matrimonial con Humberto, un guardia del Ejército del poblado, la cual no resultó. Después, residiendo en la capital, se casó con Fernando, un espigado marinero banilejo, con el que tuvo dos de sus hijos. Pero llegó un momento en que no congeniaron, entre otras cosas porque nuestros padres se opusieron a esa relación. Pese a que Fernando y ella se querían, no pudieron seguir juntos y decidió retornar a Tamayo, a donde éste iba con el alegato de “ver a sus hijos”. Él, cada vez que la visitaba, le proponía arreglarse de nuevo, pero ella prefirió quedarse en Tamayo con sus hijos y administrar el colmado de nuestro padre.
Un día, estando en el parque del poblado, se detuvo frente a mí un carro. Desde su interior un hombre “bien parecido” me preguntó, con tono militar, por la ubicación de una calle del lugar y, como no respondí a la velocidad de su pregunta, arrancó raudo en su vehículo. Cuando regresé a mi casa me encontré allá ¡oh sorpresa! con la misma persona del parque, la cual conversaba animadamente con mis padres. Era Fernando, el padre de Dany y Roberto, que había viajado desde la capital “a ver a sus hijos” y a convencer a Aida de que regrese nuevamente con él. Pero mi hermana había tomado la decisión definitiva de quedarse en Tamayo, sin contar entonces con que allí sería flechada nuevamente por el travieso Cupido.
En tanto, el sargento Guaba, cada vez que podía, visitaba el colmado. Con los días, este tomaba más confianza y se portaba más amistoso conmigo, comenzó a llamarme cuñado. Aida nada más lo miraba sin hacer ningún comentario. En una ocasión él me invitó a que le acompañe a un bar de música romántica cercano, casi al lado del colmado. Pidió cervezas y puso en la vellonera boleros de Chucho Avellanet, Marcos Antonio Muñiz, Javier Solís, Roberto Yanés, Agustín Lara, Bienvenido Granda, Rolando La Serie, Daniel Santos, Roberto Ledesma, Gilberto Monroig, Armando Manzanero, Leo Marini y Tito Rodriguez, entre otros muy en boga en esos tiempos. Al término de este buen momento, sin precedente a mi edad, Guaba, mirándome como si esperara ver en mí una increíble reacción, me dice:
-“Mire macho, usted es mi cuñado ¿verdad?… Pague usted la cuenta…”. Quise caerme muerto ahí mismo, ¡trágame tierra! –“¿Con qué diablo yo iba a pagar esa cuenta?”,-me dije mientras me arropó, vertiginoso, un “balde” de preocupaciones. Apenas era un mozalbete y no trabajaba. Guaba parecía gozar con mi aprensión y reía socarronamente, me había jugado una estresante broma.
Pasó el tiempo y Guaba terminó conquistando a mi hermana, a la cual mudó a la capital. Tuvieron ocho hijos y producto al parecer del exceso de bebidas alcohólicas, enfermó gravemente y lo internaron en el Hospital Central de las Fuerzas Armadas y Policía Nacional. Aida, fiel al amor que profesó por este hombre que llegó de manera inesperada a su vida, lo cuidó día por día en su lecho del centro de salud.
En una ocasión ella me relató que en horas nocturnas, en aquellos momentos en que éste parecía dormir, era realmente preámbulos agónicos que presagiaban la llegada de la muerte; se sumergía en un extraño y profundo mundo de pesadillas, frutos tal vez de las bebidas o de sus tortuosos pasos por la policía. De estos sueños -me decía Aida- despertaba con expresiones exaltadas y desesperadas:
–¡Arda, Arda, me quieren llevar, son ellos Arda, míralos ahí, míralos ahí…me van a matar!
Mi hermana Juliana Reyes Espejo (Aida) falleció de un infarto hace un mes, colmada de la tranquilidad y bonhomía que les fueron características. Y como si fuera una extraña coincidencia, su muerte ocurrió este pasado 14 de febrero, Día del amor y la amistad.
La familia, aunque aún sufrimos por su dolorosa partida, hoy rogamos al Todopoderoso que la tenga en el Cielo, y que si no es mucho desear, que sea junto al amor de toda su vida: el sargento Guaba.
*El autor es periodista.