Podría llenar varias páginas escribiendo sobre el mutuo afecto de Rafael Molina Morillo y mi familia.
Lazos inquebrantables que se entretejen cuando naces en el mismo pueblo, en este caso en La Vega.
Pero prefiero recordar a Rafael Molina Morillo por lo que hizo por mí, por el hijo de su amigo.
Una etapa inicial fue cuando lo conocí, era yo un niño, y la casa de mis padres en Jarabacoa quedaba a escasos metros de distancia de la suya.
Esa hermosa casa, que luego sería de la Familia Abinader, y más delante de los Sierra, es además de hermosa, ¡la que tiene piscina! Así pues, cada vez que era posible, el chapuzón era mandatorio, como complemento estaba un sauna donde a veces quien les escribe entraba (y salía despavorido cuando comenzaba el fuerte calor).
En esa misma casa jugué Atari por primera vez en mi vida, Silvia Molina me ganaba siempre.
Una segunda etapa fue, cuando ya siendo joven, el gusanito de la escritura comenzó a hacerse insoportable. Un buen día me armé de valor y me dirigí al Listín Diario, donde tío Rafelito era sub- director, entré y después de saludarle le expliqué mi deseo de ser articulista de ese periódico.
Me miró fijamente, salió de su oficina y al rato volvió: “el director te va a recibir”, yo estupefacto solo dije “ok” y en un abrir y cerrar de ojos me vi frente a don Francisco Comarazamy, todo ello mientras mi mente me decía “Elias este no era el plan”. Don Francisco fue muy amable, y luego de conversar, plasmó para siempre su figura en mi recuerdo con la siguiente frase:
“Será un honor para el Listín, que un biznieto de un prócer de la tercera república escriba en el mismo”
Salí de esa oficina, y fuera, tío Rafelito vió mi expresión y con una sonrisa me dijo “sé que tienes el talento, pero así no dicen que fue por amiguismo”, luego me llevó donde una persona que recibiría mis escritos en floppy disk.
Publiqué durante varios años en el Listín, incluso luego de que tío Rafelito renunciara, luego…se hizo imposible.
La tercera etapa inicia luego de un desierto creativo, hasta que hace ya unos 6 años me apersoné a este periódico, y esta vez, directamente el amigo de mis padres, me dio la oportunidad de expresar mis ideas.
Desde la primera vez que plasmé algo por escrito recibí de Rafael Molina Morillo un consejo sano, una opinión prudente, un razonamiento enriquecedor.
Siempre supo combinar el afecto y la profesionalidad, aun en momentos donde comprendía la ira, la cual supo siempre dominar antes de que la tinta impregnara el papel, por eso le agradezco las veces en que me dijo “redacta ese párrafo de nuevo”, lo hacía cuidándome.
Su rectitud, su honradez y su vocación por lo justo, es algo que todos debemos recordar.
Sus restos serán cremados, por ello no habrá lápida que diga lo que todos sabemos:
Aquí yace uno que no claudicó.