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Anthony Ríos, sinfónico y humano

José Mármol Por José Mármol
José Mármol
📷 José Mármol

Aunque para muchos parezca antípoda de la que académicamente se suele llamar culta, la música popular es expresión profunda y estéticamente apreciable de la manera de ser, pensar y sentir de un pueblo.

Béla Bartók supo hurgar, con acierto y belleza, en la esencia profunda de lo folclórico en la cultura magiar para elevarlo a la música culta universal.

La balada, bolero, canción, a veces llamados románticos o sentimentales constituyen fórmulas a través de las cuales compositores, arreglistas e intérpretes convierten en arte las experiencias de la vida, anhelos, pensamientos, deseos y giros expresivos del riquísimo acervo del lenguaje coloquial o habla ordinaria.

Las vivencias del amor y desamor, las costumbres y estampas de la vida cotidiana han sido fuentes inagotables de la canción popular.

Crecí en un barrio vegano de clase media baja llamado Parquecito Hostos. Junto a las casas de madera contechos de zinc, talleres de herrería, mecánica para camiones, colmados, freidurías, heladerías caseras, el club deportivo y los frondosos árboles de laurel sobresalía la sonora, decadente y nostálgica presencia de los bares de esquinas, donde, desde niño y a cierta distancia, descubrí la hermosura desgarrada del alma de las vibrantes y coloridas velloneras, sus melodías, su vasto concierto de voces, su arrebato de penas y delirios.

Anthony Ríos era una estrella con brillo juvenil en ese firmamento de inicios de los años 70; yo era un niño. Se encumbró como solista y como autor de canciones que forman parte del imaginario, del gusto y la sentimentalidad de generaciones.

Sus composiciones exaltan, primero, el lenguaje poético, enseñado por su madre palabra a palabra, y, segundo, las bondades y miserias de la naturaleza humana, producto de su quijotesca andadura por las sendas del destino, las interminables noches de bohemia y la lógica laberíntica del amor a una mujer.

Le había visto sobre un escenario más de una vez. Me cautivó escucharle relatar la historia que engendró cada una de sus canciones.

Admiré su exquisita competencia expresiva y su filosófica concepción del ser humano, la amistad, la sociedad, la cultura y la historia. Valoré su lealtad a sí mismo, condición sine quanon, según Shakespeare, para poder ser leal a los demás.

Me deleité, en cada ocasión, en sus amplios conocimientos acerca de lo popular y lo culto, lo heroico y lo trágico, lo sagrado y lo maldito, lo meritorio y lo execrable en el pellejo ontológico de la dominicanidad.

Esta vez aprecié al artista, con el que fui creciendo, desde una perspectiva que le engrandece más. En sus recientes conciertos, el siempre genial maestro Amaury Sánchez, sometiendo a la destreza y precisión de su batuta a la Orquesta Filarmónica de Santo Domingo, le transformó en cantante popular sinfónico, una aparente contradicción, sin embargo, evocadora y mágica.

El autor de trozos de vivencias imborrables como “Hoy daría yo la vida”, “La mancha”, “Estás donde no estás”, “Comprender más y amarse menos”, “Una noche no es bastante”, así como intérprete de piezas conmovedoras como “Si entendieras” y “Fatalidad” -última a la que he vivido aferrado, sin remedio-, a cuyos autores catapultó a la gloria, supo dejar de lado cualquier presunción o resquicio de fama para mostrarse humano, talvez, como Nietzsche, demasiado humano, y comprometido con las mejores causas de la sociedad en estos tiempos aciagos, especialmente, la no violencia contra la mujer y las angustias del mal de la posmodernidad.

Su grandeza como artista, su autenticidad y nobleza de espíritu se impusieron con creces a sus serios quebrantos de salud, para entregarse plenamente a su arte y a su público.

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