Desde que me convertí en periodista he visto pasar muchas navidades. He sido testigo de grandes celebraciones, majestuosas decoraciones y banquetes sin una letra de desperdicio.
Ser testigo y contadora de la historia social de mi país y mi gente definitivamente es un privilegio que Dios me ha regalado, y creo, mejor dicho estoy segura, que he utilizado ese don con sabiduría.
Pero otro año se dispone a partir y debo reconocer que siento añoranza… añoro las navidades de mi infancia y adolescencia, esa donde lo que importaba era estar todos juntos… también añoro las navidades siendo un poco más mayorcita, en el momento que formé mi propia familia, donde transmitimos a nuestros hijos la magia de estas fechas.
Añoro la alegría y felicidad de compartir con la familia y los amigos, las creativas decoraciones que poníamos por placer y no por obligación comercial, los banquetes que solo veíamos al final de cada año, la inocencia de los regalos de Santa Claus y los Reyes Magos, los compartir sin prisas porque queríamos estar juntos y no imperaba como ahora el cumplimiento.
El tiempo ha pasado y veo con tristeza como las prisas y el consumismo nos llevan a la carrera y llegamos cansados, agotados y preocupados a celebrar Nochebuena y Año Nuevo entre tapones, crisis y estrés.
Fiestas van y vienen y llegamos saturados a comer lo mismo que hemos comido durante todo diciembre entre agasajos y reuniones.
Y es ahí que recuerdo el entusiasmo de niña por la llegada de la Navidad… pues el 24 y 31 la familia se reunía al festín que no se veía los otros meses del año, pero sobre todo porque estábamos juntos riendo y compartiendo con muchas luces de colores.
Ahora me pregunto: ¿en dónde dejamos botada esa magia, ese encanto y deseo de compartir genuino? ¿No es tiempo de retomar esas cosas que hacían memorable estas fechas? Recuerda que el cambio empieza en uno primero.