Haití cumplió el lunes 220 años de convertirse en un Estado tras vencer a la poderosa Francia que la exprimió colonialmente aun después de su sangrienta independencia.
Dos siglos y dos décadas han bastado para que los propios haitianos conviertan a la más rica colonia francesa, con más exportaciones a Europa que las trece colonias británicas de Norteamérica juntas, en un territorio ingobernable sumido en una incesante e incomparable desgracia política y económica.
Al conmemorar el aniversario –hay poco qué celebrar— el ilegítimo gobernante Ariel Henry clamó por “una vuelta a la normalidad”, alegando que Haití pasa por una situación excepcional. La historia lo desmiente.
El desorden, la ilegalidad y la violencia imperan desde hace décadas. Es consecuencia de sus costumbres y prácticas sociales y empresariales.
Más de lo mismo o volver a lo anterior jamás rescatará al pueblo haitiano de su auto infligida miseria e inviabilidad.
Son tantas innegables y patéticas evidencias que demuestran lo que digo, que discutirlo es cegarse ante una verdad apodíctica imposible de rebatir sin incurrir en una o varias aporías. La situación debe cambiar, pero no para dejar a Haití expoliado por sus connotados verdugos.