Amor contrariado (monólogo), por Rafael García Romero

Amor contrariado

Amor contrariado

—Monólogo—

¿Qué dices? No deberías preguntar eso. Claro. Tengo buena memoria. Y recuerdo perfectamente que una vez me dijiste: cuando se podía, no quisimos, ahora que queremos, no se puede. Es una enseñanza valiosa, pero a la vez una dura y amarga lección de vida. Duele aprender que no se puede dejar nada para después. Después el café se enfría y hasta el aroma pierde su magia. Tú, más que nadie, lo sabes. Siempre la oportunidad estuvo. También recuerdo la última bebida que compartimos en un bar de ocasión. Allí nos citamos. No estaba advertida. El silencio y tu actitud esquiva me tiraron la verdad en la cara. El camarero trajo la carta de bebidas. Esperó y se marchó de inmediato. Tú ordenaste un trago de vodka con hielo y jugo de naranja y yo un mojito. El camarero volvió con las bebidas, las dejó en la mesa y se marchó de nuevo. Ese momento me sirvió para pensar y darme cuenta que no sería tan fácil olvidarte. Hablé yo, armándome del valor suficiente: si puedes escapar de mis recuerdos, adelante. En tu caso reconozco que el olvido es una necesidad. Deja que el tiempo se haga cargo. Solo te pido que lo hagas con valentía y respeto, muy despacio. Sin engaños. Mira qué coincidencia: hoy estamos de nuevo en un bar. En cierta forma, un territorio de nadie. A menudo suelo venir aquí. Sola. Mira, llegó el camarero. Vamos, ordena tu trago. Yo solo deseo un vaso con hielo y agua. Ahora, escucha qué ocurrió cuando cerraste la cuenta del consumo y te marchaste en silencio, dándome la espalda. Dejaste una propina muy generosa. ¿Eso si lo recuerdas? En ese momento me invadió el deseo de pasar una última noche juntos. Una hora, dos horas metidos en la cama… ese deseo se esfumó; y lloré. Lloré mucho esa tarde. Estaba muy abrumada. Me arropó el dolor de la impotencia. Ahogada en mí desgracia, viví mucho tiempo con el corazón vacío, respirando horas y días sin sentido. Lloré lágrimas rojas, pero me quedó claro que el silencio destruye de manera firme y devastadora. Y que hay que abrir el alma y decir las cosas en el momento oportuno, sin pérdida de tiempo. Cuando se siente la inequívoca llamarada del amor hay que ser agresivo, persistente, audaz. No quería ser solo tu amiga. A ti te faltó valor. A mí me sobró miedo. Sí. ¡Qué dolor tan agudo y punzante! ¡Y cuánto miedo! Un miedo profundo, intenso, palpitante, que tenía voluntad propia y actuaba por su cuenta, que me llenaba todo el cuerpo de sudor frío. Espera. Llegó el camarero con las bebidas. El agua es para mí, gracias. Ahora te pregunto: ¿tú conoces el miedo; Sí, el miedo. Hablo de un miedo que se convirtió en una tortura. Intentaba sacármelo de la cabeza y era inútil. Remitía y me acorralaba con más fuerza. Era más que una persecución incontrolable. Vivía en mí. En cada pálpito de mi corazón. Tenía miedo de la intensidad de mi miedo. Esa palabra convirtió mi vida en un infierno y marcó nuestro destino. Y, claro, lo intenté. Me esforzaba una y otra vez, pero siempre que lo hacía no lograba darle un giro a ese miedo y convertirlo en una voluntad fuerte, porque sin que pudiera evitarlo se transformó en un poderoso desasosiego que de manera implacable atravesó mi alma y redujo a escombros mi esencia personal. Discúlpame. Bebe mientras me repongo. ¿Quieres fumar? Adelante. Yo tomaré un trago de agua… y, mientras fumas escucha esta canción? «My way», la canta Frank Sinatra. Tiene una melodía exquisita. Sí, escúchala; y piensa en cada palabra de nuestra conversación. Por nada del mundo vayas a llenarte de amargura o algún tipo de resentimiento. Te estoy hablando con el alma. No hay nada tan revitalizador que un trago de agua. Ya estoy mejor, ahora. Vuelvo a los hechos de aquel tiempo. En esa condición, atribulada, volátil, ¿pensé en una situación extrema? No. Soy una mujer pacifica. Y si en algún momento pasó por mi mente algo infame, el miedo de la indecisión era abrasador y me doblegaba. El miedo hacía que me sintiera culpable. Entré en un estado de agitación constante. La batalla emocional era tan intensa y agotadora que me obnubilaba los sentidos y no me dejaba ver con claridad los caminos de mi futuro inmediato. Sin ilusión, sin esperanza, con los sueños destrozados, yo solo respiraba. La condición mía era deplorable: respiraba como una mujer sin realidad, deshabitada, ausente. Necesitaba equilibrar mi vida de nuevo, pero no sabía cómo manejar esa situación tan dolorosa y deprimente. El miedo era tenaz, abrasante. No daba tregua. Qué difícil se me hacía respirar. Tenía que verte y hablar. No tengo la intención de abrumarte con mis penas emocionales. Ante el espejo era una sombra incierta, difusa, viviendo días irregulares, en un ámbito de horas y minutos invisibles. Terminé con la mirada en otro mundo, convertida en una ruina humana. Un día, el miedo, que ya era un hábito, una costumbre durante aquellos días marcados, creció dentro de mí como una coraza invisible. Caí en un estado agónico y me impidió dejarlo todo: mi marido, mi casa, mi pasado. Y hoy, te lo confieso: no me veía tomándote de la mano, resuelta, finalmente, entregada… escapándonos; sí, con la idea de ser felices y hacer juntos una vida nueva. Eso es todo. Estoy agotada. No puedo más. Espero que lo entiendas. Disfruta tu trago. Adiós.



Rafael García Romero

Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle, 2016.