El terremoto de Turquía renueva la necesidad de practicar la solidaridad y de superar la indiferencia.
Muchos países han expresado su solidaridad ante el terremoto de diversas formas.
El primer ministro de la India mostró su apoyo con consternación y llanto. México envió sus perros rescatistas. Los congresos de varios países se han enlutecido en apoyo a los turcos afectados por la tragedia.
Sin embargo, en nuestro país, este acontecimiento ha sido poco reseñado. Pareciera que la indiferencia se repite una y otra vez.
En las redes sociales alguno se ha atrevido hasta a trivializar el hecho mostrando insensibilidad.
Hay que ser solidarios con los dramas humanos
. Una sociedad deshumanizada es el peor legado que podemos dejarle a nuestros hijos. La indiferencia no puede ser norma social.
El dolor ajeno también es nuestro dolor.
La indiferencia es violencia. Decía Juan Montalvo que “no hay nada más duro que la suavidad de la indiferencia”. La dureza de la indolencia es la profunda irresponsabilidad que expresa en quien la sufre. Martín Niemöller nos recuerda que el precio que podemos pagar al ser indiferentes es que nos den a beber nuestro propio veneno:
“Primero cogieron a los comunistas, y no dije nada porque yo no era un comunista.
Luego se llevaron a los judíos, y no dije nada porque no era un judío.
Luego vinieron por los obreros, y no dije nada porque no era ni obrero ni sindicalista.
Luego se metieron con los católicos, y no dije nada porque yo era protestante.
Y cuando finalmente vinieron por mí, no quedaba nadie para protestar”.
Juan Pablo VI insistía en la interiorización del concepto de que “todo hombre es mi hermano”, invitando a la construcción de la fraternidad como camino de la paz. Superar la indiferencia es el primer paso en la construcción de una auténtica comunidad. Lo que le pase al otro también debe ser mi problema y el de todos.