Uno de los grandes desafíos de la política en América Latina en las últimas dos décadas ha sido el surgimiento de gobiernos populistas que terminan deteriorando las economías y creando, como consecuencia, caldo de cultivo para disturbios sociales, originados en los segmentos poblacionales más vulnerables de sus respectivos países.
Ningún gobierno puede ser exitoso en la aplicación de políticas públicas que generen bienestar si se caracteriza por la improvisación y la falta de planificación. La cuestión es sencilla.
Sin planificación no se alcanzan los objetivos deseados. De lo anterior se desprende que la mayoría de las administraciones gubernamentales populistas finalizan en fracaso, profundizando los niveles de pobreza y de desigualdad social.
El populismo consiste en medidas de gobierno populares con el único propósito de sumar la simpatía de los electores, aunque éstas sean contrarias a las buenas prácticas de gestión de un funcional Estado Social y Democrático de Derecho.
El problema del populismo radica en que es complejo y perjudicial. Esto así, porque genera consecuencias adversas, debido a que en la mayoría de los casos carece de fundamento y termina acarreando déficits institucionales que impactan negativamente a la democracia. Generalmente, los populistas no escuchan las voces sensatas, bajo el entendido de que se contraponen con sus aspiraciones y expectativas.
Vale la pena tener siempre presente el planteamiento del político británico Winston Churchill, quien acostumbraba a decir que la democracia, en su esencia, era la necesidad de doblegarse, de vez en cuando, a las opiniones de los demás, sin que eso conllevase la pérdida de influencia.
Otro de los riesgos que se corre con el populismo gubernamental está en que alimenta el germen de un fenómeno promovido por indignados que cada vez cobra más fuerza, y se trata de la antipolítica.
La antipolítica se verifica, no obstante, a que el mundo transita un nuevo paradigma de la política que empuja hacia mayores controles de transparencia y el compromiso con la gente. Hay que tomar en cuenta que el ciudadano de hoy no es el de ayer.
En la actualidad está igualmente informado que cualquier funcionario público, gracia a la revolución tecnológica. Internet y las redes sociales han cambiado el escenario comunicacional imperante, prácticamente desde la invención de la imprenta.
Los ciudadanos, quienes eran ostentadores de un papel pasivo de simples receptores, han visto con esas plataformas una oportunidad de convertirse en emisores de mensajes, en creadores de matices de opinión, en “jueces” de todo y en “expertos” de cualquier tema.
Los gobernantes tienen que demostrar el valor de la política y garantizar que son capaces de llevar bienestar a los pueblos, poniendo énfasis en el bien colectivo y el progreso social.
Indiscutiblemente que se trata del advenimiento de sociedades con más carencias ideológicas, en las que el placer inmediato y la satisfacción personal han sustituido a los valores del bien común o el bienestar social. La situación obliga a que la política y los políticos tengan la necesidad de transformarse y adaptarse a las nuevas realidades respecto al cambio de paradigma.
Los tiempos en que ganar una elección podría ser considerado como un pasaporte para hacer y deshacer las cosas de manera antojadiza hasta la siguiente votación, ya pasaron a la historia. Cada decisión y declaración de los gobernantes son inmediatamente evaluadas y respondidas a través de múltiples canales y directamente por la gente, sin intermediarios.
El gobernante que apuesta constantemente al populismo debe comprender sus riesgos; tiene consecuencias, que para un político se pagan, generalmente, en el siguiente proceso electoral.