Escribir es sufrir. Al escribir se van borrando las cicatrices y huellas que han marcado el cuerpo y el alma. Quien haya tachado más de lo que presuma haber escrito, tendrá luego muy poco de qué arrepentirse.
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El porvenir de nuestra cultura está cifrado en la mediocridad de lo establecido y dominante. Solo un vendaval de nueva incertidumbre o una sacudida del originario caos podrían evitarnos una muerte vergonzosa a manos de la ignorancia.
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No es del espectáculo la civilización que nos ha tocado vivir, aunque la exposición porno sea uno de sus instrumentos. Padecemos, más bien, lo terrible de una paradójica civilización de la barbarie. O lo que es igual decir, la rebarbarización de una humanidad que creímos ética, culta y civilizada.
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Ante la dictadura del mercado, no es por la sinceridad que se valora a un creador. Aquí se equivocó Tolstoi contra Shakespeare. El poder del genio radica hoy en la simulación.
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La escritura de ficción es el más lúcido recurso de la lógica de la esquizofrenia.
El tiempo. ¿Qué lo marca? ¿La duración del péndulo en tocar los extremos de su oscilación? ¿O tal vez la infinita duración de los reposos que rastrean su propio movimiento? La muerte es el único signo infalible de la temporalidad.
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Dudo de la entereza de quien, renegando la fuerza de sus instintos, presume del imperio de la racionalidad.
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Las tendencias ideológicas actuales del mundo lo revelan. El resurgir de retóricas fósiles y populismos de ralea lo evidencia. La democracia tiene a día de hoy menos de régimen social igualitario que de simple operación aritmética o aditiva y de pura manipulación estadística. En la retórica que iguala al dictador y al liberal, el vacío de sus voces agoreras lo confirma.
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El amor arrulla en lo sacrílego el éxtasis brillante de su maravilla.
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La destrucción y el olvido fecundan el oficio de pensar.
La poesía me da instrumentos para vivir. La filosofía me guarda los aperos para morir.
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La gran pasión desborda siempre al gran pensamiento. De hecho, el segundo no puede existir sin la primera.
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El poema es la única forma infinita de conocimiento. Los demás saberes tienen por esencia lo indubitable de sus propios límites.
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Mejor que no se repita nada. La imposibilidad de lo idéntico nos hace sufrir con el filo angustioso de la diferencia.
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Tchaikovski contra el mar del sur: una batalla campal entre silencios y sonidos, elevando mis ansias de hablar con Dios.
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Me crece entre las manos la palabra temblorosa de un poema. Toca, pues a mi puerta la ferocidad de la elocuencia.
Descubrir la grandeza de lo pequeño es ser feliz.
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Como todo lo esencial en la vida, el amor es al mismo tiempo una paradoja y un suplicio.
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El reposo es el estadio al que la humanidad hubo de llegar, mas no pudo. Solo el movimiento es perpetuo.
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En toda guerra triunfa la ignominia sobre la razón.
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Es probable la vida por segunda vez. La muerte es, en cambio, un don irrepetible.
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En lo que se manifiesta permanece siempre algo oculto. En cada ocultamiento subyace la chispa de una revelación.
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El hedonismo es mi segunda doctrina. Evito el placer excesivo y la pureza exuberante la detesto.
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Ser entendido y no, precisamente, sentido debe ser el más estruendoso fracaso de un artista.
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El miedo es, tal vez, lo único a lo que debamos temer. No temer se parecería demasiado a no vivir.