Siempre he elegido mis batallas. No siempre las he elegido bien. Creo que desde la barriga venimos ya con un mapa genético que nos lleva a desarrollar rasgos no solo físicos sino también de carácter.
La educación y el entorno influyen, pero hay cosas que están totalmente marcadas.
Yo fui, soy y espero seguir siendo inquieta y activa. No puedo quedarme parada si hay algo que hacer, resolver o desarrollar.
Suelo dejar muchas cosas para el final porque esos límites me llevan al extremo de mi productividad y, aunque confieso que últimamente mi cuerpo grita, y mucho, ante la sobredosis de estrés, no me vislumbro sin algo que hacer.
Hablo sobre esto porque me cuesta entender la pasividad, las personas que esperan a que otros den soluciones y les arreglen sus problemas, y no me refiero a los que realmente necesitan ayuda porque no tienen la capacidad o los medios para solucionar algo. No. Señalo a quienes ni siquera hacen el esfuerzo.
Y lo que más me sorprende es que lo ven como algo normal, entienden que no es su responsabilidad y que siempre aparecerá alguien para hacerlo.
Son capaces de dejar las cosas estropeadas y no hacer algo porque no entra en su cabeza que deban hacerlo.
Quizá soy demasiado severa y mido a los demás con el mismo rasante con el que me mido a mí misma, quizá no debería ser así porque muchas veces acabo metiéndome donde no me llaman por no poder estar callada o quieta.
Pero, como les he dicho muchas veces, a mi edad ya asumo quién soy con lo bueno y lo malo. Pero algo tengo claro: siempre es mejor actuar que quedarte pasivo y si veo algo que está por hacer no voy a mirar a otro lado.