En democracia, el ejercicio de oposición es fundamental, constituye un aporte defensivo de la organización del Estado a favor de la sociedad y de la gente, pero solo es así cuando esta práctica se desarrolla con razonabilidad, conciencia y pensando en el interés colectivo.
Estoy claro en que hago un planteamiento en el contexto de lo ideal, de lo que uno desearía ver en un país con altos niveles de pobreza institucional, en el que todavía prevalece el síndrome del caudillismo y la sempiterna batalla intestina de los bolos y los coludos.
La degradación de la política admite cada vez más en los partidos a sujetos de baja ralea, delincuentes comunes y ricos al vapor, quienes tienen una sola agenda: el lucro personal.
De esa manera, el carácter servicial de la política se transforma en una escalera para trepar a la cúspide y engrosar los patrimonios de manera insaciable, hasta el punto que hay quienes abandonan sus empresas para entrar en la industria política en busca de rentabilidad más rápida y más amplia.
Ese marco de actuación no solamente depara gobiernos malos o mediocres, sino que funda una oposición deplorable, dedicada a obstaculizar, ametrallando irracionalmente, cualquier iniciativa del oficialismo, buena o mala.
La apuesta por el fracaso de quienes gobiernan se ve como el triunfo de los que aspiran a entronarse en la silla de alfileres con librito particular, sin tomar en cuenta que el recomienzo del país cada cuatro, o cada ocho, es la peor apuesta.
Acelerar hacia adelante y dar reversa periódicamente nos coloca en un solo lugar: el atascadero. Para los clientelistas y populistas esto puede ser rentable, pero para la República Dominicana significa una pérdida, una afectación medular en su desarrollo.
Insisto en que la gran reforma pendiente en esta nación es la política, cuya calidad está en caída libre, anidando en su seno todo tipo de perversidades. Ese es nuestro gran problema.