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Abrazos que perfuman el alma

Hay momentos que llegan como rosas para el alma, inesperados, fragantes, capaces de suavizar las aristas del día a día y hacernos recordar que la vida también se construye en lo lúdico, en lo compartido, en lo que nos une.

Desde el día 31 del pasado mes de octubre he tenido la dicha de participar en dos encuentros con amigos, colegas y compañeros que, más allá de la conversación y la risa, se convirtieron en espacios de memoria y de apuesta por la extensión del recuerdo y de la unidad.

Ese viernes, más de 60 colaboradores del periódico El Siglo, que ese día cumplía 24 años de haber sido cerrado, acudieron a darse un abrazo, a compartir los recuerdos, a evocar las prisas del diario y las anécdotas que surgían en ese ir y venir de un medio de comunicación que tuvo distintas etapas, a lo largo de sus doce años y medio de existencia, desde el 3 de abril de 1989.

Allí hubo un reencuentro con gentes que, aunque algunas no estuvieron presentes físicamente, porque residen en distintos lugares del mundo o por otras razones ajenas a su voluntad, se mantuvieron atentas a cada acción para la organización, a la que se integraron con satisfacción y alegría.

En cada gesto, en cada relato compartido, se tejió un puente entre lo íntimo y lo colectivo, con la certeza de que, aun en medio de las tensiones, las incertidumbres y las diferencias, es importante crear los espacios para cultivar la esperanza y la armonía, como ocurrió aquella noche, en La Concha Acústica del Club Los Prados, en la capital.

El encuentro fue coronado con la entrega de un reconocimiento a una persona que desde hace más de cuatro décadas ha sido un hilo conductor para la profundidad de las informaciones y el éxito en la búsqueda del referencial: Daniel Soriano, quien permaneció de principio a fin en el archivo del periódico El Siglo, donde, al igual que en otros medios de comunicación, dejó indelebles huellas como profesional y, esencialmente, como ser humano.

El segundo “junte” fue más cerrado y con características distintas. Solo había deseos de conversar, de compartir, de coincidir en un punto en el que el trabajo y la rutina no se convirtieran en ataduras. Y así fue. Alegres e irrepetibles momentos, llenos de aroma, de sabor, de risas y anécdotas. Una verdadera celebración.

No fueron simples reuniones sociales. Fueron actos afectivos, recordatorios de que la amistad y la solidaridad germinan incluso en terrenos poco fértiles.

La vida está llena de encantos, quizás ahí reside su fuerza, en querer mostrar que la grandeza no se construye solo mediante discursos altisonantes ni en políticas públicas ni en elevados volúmenes financieros, sino también en la sencillez de un abrazo, en la complicidad de una anécdota y en la risa que nos devuelve la confianza en lo humano.

Estos espacios de unión, amistad y compañerismo abren las posibilidades a un mañana más digno y luminoso, en el que la atención, el cariño y la esperanza estén siempre presentes, porque, al final, lo que permanece son las huellas que se dejan y la manera de mirar el mundo.

Son encuentros que no solo alegran el momento, sino que también restauran el alma, porque en esos espacios la risa se convierte en bálsamo, la memoria en abrigo, y la complicidad en promesa de futuro.

Ojalá cada persona pudiera encontrar en su camino vínculos que sostienen, que escuchan sin juicio, que abrazan sin condiciones, porque estas amistades no sólo acompañan, sino que fortalecen la confianza en lo humano y hacen recordar que aún es posible creer, que aún es posible construir y soñar.

Sería maravilloso si algunos aprendieran a multiplicar espacios para compartir, para que la ternura y la solidaridad sean también parte de la misma vida pública, de las instituciones y de la manera de construir el país. Que nunca falten las rosas ni los abrazos para el alma, que permiten recordar que la esperanza no es un lujo, sino una necesidad vital del ser humano.

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