En los años 50 y 60 muchos cristianos, de variadas denominaciones, cayeron como mansas palomas (olvidando lo de la astucia de la serpiente, Mt. 10:16) en las redes ideológicas del fascismo y el imperialismo norteamericano, y fueron voceros de un anticomunismo ingenuo que reaccionaba histérico contra toda expresión de democracia, justicia social, igualdad de todos los ciudadanos y defensa de la soberanía contra la explotación de las multinacionales.
En el caso dominicano los sermones anticomunistas y las marchas de reafirmación cristiana contribuyeron poderosamente a la aniquilación de la voluntad popular expresada el 20 de diciembre del 1963, que los herederos del trujillato se robaran todo el patrimonio que el Estado había recuperado del tirano y que miles y miles de jóvenes fueron asesinados sin parar hasta el 1978. De las consecuencias de ese crimen político nadie le ha pedido perdón al pueblo dominicano.
En la actualidad en torno al tema de la “ideología de género” ese mismo sector reaccionario que promovió el anticomunismo ha construido un mito donde se acusa a la izquierda y el movimiento feminista como responsables de esa cuestión.
Ni el documento reciente de la Congregación para la Educación Católica titulado “Varón y mujer los creó”. Para una vía de diálogo sobre la cuestión del Gender en la educación, ha frenado que muchos actores cristianos siguen las tonterías de conferencistas que se valen de esa preocupación legítima de las familias para difundir posturas misóginas y opuestas a la construcción de sociedades más democráticas y justas.
La extrema derecha vuelve a buscar una alianza con los cristianos para que le hagan el trabajo sucio, como ocurrió en Colombia que muchos votantes fueron conducidos como rebaño a votar en contra de la paz.
El proceso de urbanización como mecanismo de explotación burguesa es un hecho de la historia reciente de Occidente y que hoy está presente en el planeta como totalidad. Uno de los factores de cambio más relevantes en el surgimiento del sistema capitalista en la Europa Occidental del siglo XVIII fue la destrucción de las redes sociales y familiares que existían en las sociedades organizadas en un entorno básicamente rural.
Ante las necesidades de la producción en masa se fueron acumulando poblaciones desorganizadas en las ciudades, sin vínculos entre los individuos, con la única finalidad de producir para el enriquecimiento de las burguesías nacientes.
Este fenómeno de urbanización basada en la disponibilidad de mano de obra para la producción, es predominante en el mundo de hoy día, y tiene como efecto inmediato la individualización de cada persona, su desconexión de las redes familiares, culturales y hasta nacionales, para que su vida gire en torno a la actividad productiva.
Evoco un texto del gran pensador Marcuse, titulado El Hombre Unidimensional y otros filósofos que en la segunda mitad del siglo XX llamaban la atención sobre ese fenómeno de la alienación de las personas producido por las necesidades del mercado y la acumulación de los capitalistas, que demandaban que los individuos fueran exclusivamente productores y consumidores.
No es de extrañar que la relativización de todas las cuestiones esenciales del ser humano y sus vínculos con los demás seres humanos, son reducidos a que sean trabajadores y consumidores. Valores, identidades, vínculos familiares, ocio para disfrutar de la vida, las artes, el diálogo con los demás, búsqueda profunda de la trascendencia, entre otros, son reducidos o anulados para que el aparato productivo siga generando ganancias.
El relativismo que se difunde sobre el tema del género es consecuencia de ese proceso. Que los voceros de la reacción confunda a cándidos creyentes apuntando su mirada a donde no está la causa del problema es una estrategia de alienación para incrementar la explotación.