A veces llegan cartas…que te ponen al filo de la muerte

A veces llegan cartas…que te ponen al filo de la muerte

A veces llegan cartas…que te ponen al filo de la muerte

Rayaba las dos de la tarde y el reloj iniciaba su declive vespertino. Desde la recepción me llamaron para que bajara (desde la oficina que estaba en el tercer piso) a retirar una carta. Laboraba como reportero de la redacción del departamento de prensa de la estatal Radiotelevisión Dominicana (RTVD) en momentos en que la década tocaba su final y el país comenzaba a vivir un ambiente de proselitismo debido a las proximidades de las elecciones presidenciales de 1978.

El activismo político se centraba entonces entre el opositor Partido Revolucionario Dominicano (PRD) y el gobernante Partido Reformista, cuyo líder Joaquín Balaguer, y sus huestes políticas y militares comenzaban a activar acciones con miras a retener el poder.

Asomaban las declaraciones, las movilizaciones de grupos (derecha, izquierda, socialdemócrata y socialcristianos). Era tenaz y entendible la resistencia del bando oficialista para abandonar la administración de la cosa pública ante el empuje de la oposición política que se agenciaba un gran frente dirigido por el partido blanco.

-Acaba de llegar esta carta para ti, es de tu pueblo-me dijo la recepcionista mientras me pasaba el sobre con la misiva. La abrí rápidamente y comencé a leerla. No era costumbre de mis padres enviarme cartas. Si era algo muy urgente, me remitían un telegrama.

Leí ansiosamente y  en cada palabra me daba un salto el corazón.

-…Te esperamos, no queremos preocuparte,  pero tu madre Purita no está bien. Ella ha desmejorado de su salud y pensamos trasladarla cuanto antes a un médico en Barahona o en la capital…”.

No atiné a leer la carta completa y ya sentía que me desfallecía el corazón. Pensé que había algo oculto y que el texto no decía toda la verdad para no desesperarme. Informé de la situación a mis superiores y pedí un permiso para ausentarme. Fui donde mi esposa, le informé y recogí la ropa que llevaría porque saldría esa misma tarde.

Trató de convencerme de que dejara el viaje para el otro día. No lo logró.

Cuando llegué a “la parada” ya no había “guaguas” para viajar a esa hora para esa zona. La alternativa era un camión de carga que me llevaría hasta Azua. Pensé que se me facilitaría continuar, pero no fue tan fácil. Allí apenas encontré “una bola” en otro camión que me dejó en la parada de San José de Ocoa.

Ya anocheciendo, un conductor que supo de mi afán se me acercó para decirme que me podía encaminar hasta el Cruce de Palo Alto, próximo a Barahona. Me alegré bastante porque calculé que desde allí  llegaría fácil a Tamayo.  –No estaba nada mal, estaría más cerca de mi casa-pensé.

Olvidaba que llegaría tarde en la noche a este cruce. Las carreteras no eran como las de ahora, que los vehículos se desplazan a toda velocidad. Antes un viaje normal a Tamayo fácilmente te tomaba hasta cuatro horas, dependiendo del vehículo. Ahora, con estas carreteras modernas y el tráfico mejorado, uno se toma menos de tres horas, sin hacer paradas.

Al llegar al cruce de Palo Alto eran ya las once de la noche. Todo en este lugar estaba oscuro y desolado. El chofer me sugirió que siguiera para Barahona, que correría peligro si me quedaba allí, yo solo en medio de estas tinieblas. Le conté que me urgía llegar, que había recibido la carta con la noticia de que mi madre estaba enferma y temía lo peor, quería verla aunque fuera en los últimos hálitos de su vida.

-No te aconsejo que te quedes. El lugar es altamente peligroso. Deberías seguir conmigo para Barahona”, insistió.

Le referí que en ese lugar residían ciudadanos y que había bares y otros negocios. Era un sitio muy concurrido en horas nocturnas, allí se paraban camioneros y otros viajeros a descansar.

-Ah sí, eso era antes, ya la gente abandonó esto, los atracadores no daban tregua. Mataron al dueño de estos negocios. Era de los fundadores y lo asesinaron en un asalto, sus familiares optaron por abandonar el lugar, relató.

Notó que quedé pensativo, meditativo, y prosiguió:

Después de estos hechos, todo el que se detenía aquí a esperar vehículo lo asaltaban, y si hacía resistencia, lo ultimaban.

En una actitud tozuda, taladrado por el pensamiento de la situación de mi madre, asentí quedarme allí “a la buena de Dios”. Bajé con mi bultico a manos y el chofer que me sirvió hasta ahí como buen samaritano, arrancó raudo y temeroso de también convirtirse en una víctima.

Los vehículos pasaban a toda velocidad por este cruce. Nadie se detenía a nada. Comencé a preocuparme porque avanzaba la noche y ningún conductor se paraba. Me lo había advertido el chofer samaritano.

Cruzó el tren que transportaba la caña de azúcar talvez en su último viaje de la noche para el ingenio Barahona. Le vociferé algunas palabras al maquinista, pero al parecer  ni me escuchó por el mismo ruido de la máquina y los vagones.

A poco rato ausculté que una persona que se me acerca en medio de este manto de oscuridad. Solo sentía sus pasos cada vez más cercano, eran firmes, cadenciosos y a ritmo militar. La tensión aumentó a medida que los pasos se escuchaban más fuertes y se sentían más cercanos. Tanteando en la oscuridad encontré dos  piedras con las que esperaba defenderme de quien fuere que se me acercara.

Me “cuadré” para tirar aquellos rústicos peñascos a quien se acerque de frente. La persona que avanzaba sintió mis movimientos en medio del espeso y oscuro silencio, y gritó:

-¿Quién vive…? Dije ¿quién vive…?                                                                                 

-¡El periodista Emiliano Reyes, de Radio Televisión Dominicana! ¡Vengo desde Santo Domingo y me dirijo a Tamayo, señor! -contesté con voz firme.

En ese instante un vehículo que pasaba por el cruce iluminó el lugar con la luz alta. Pude ver entonces a este hombre, de tamaño mediano, uniformado que se me acercaba a escasos pasos, pistola a mano.

-Soy el sargento Policía Nacional Pedro González, de la comunidad de Cabral. Explicó acto que estaba de puesto en el destacamento de Los Mina, y preguntó. ¿Pero, qué tú haces a esta hora en este sitio tan peligroso, muchacho?

-Me quedé aquí a esperar “una bola” que me lleve a Tamayo, dije. Creí que aquí había negocios y uno podía esperar sin problemas”, preciséSi hubiera tirado la piedra sin antes percatarme de quién venía en la oscuridad-pensé-, hoy fuera hombre muerto. Puedo decir que estoy vivo para algún fin, Dios parece que “metió sus manos”.

El sargento González venía de Cabral y viajaría a la capital. Tenía que integrarse temprano a un servicio en su destacamento en la mañana del día siguiente.

Conversamos brevemente, me explicó por qué traía su arma reglamentaria en la mano. Procedió en el ínterin a parar a una camioneta que transportaba unos trabajadores de Batey 6 para el ingenio Barahona en el Batey Central. Pidió al chofer que me encaminara a Barahona y me sugirió que durmiera allí y viajara al otro día temprano a Tamayo.

Me monté en “la cama” de la camioneta y el chofer salió disparado a la velocidad de un rayo. No creí que arribaría a mi destino a salvo, el vehículo iba tan rápido que a veces creí que iba flotando. Llegamos al ingenio donde se quedaron los dos trabajadores. Ahí el conductor me dijo que regresaría a Batey 6 que si quería podía retornar con él, lo que acepté de inmediato.

En el trayecto me preguntó quién era mi padre en Tamayo, le dije que Eloy Reyes Gómez. –Ah, pero tú eres de los hijos de Eloy, es una gran persona, yo he tratado a tu padre. Se volcó en elogios para mi progenitor que entonces era secretario del ayuntamiento.

Parece que eso hizo que me tomara aprecio y aunque tenía compromiso de transportar a otros trabajadores, sacó un rato para salir de la ruta y encaminarme hasta Uvilla (a escasos kilómetros de Tamayo). Dijo que allí encontraría a tamayenses que acudían al lugar detrás del ron y las buenas mujeres.

Dicho y hecho, ocurrió asimismo. En Uvilla me encontré con Vicente un compañero del liceo, a quien tuve que esperar que terminara un pote de aguardiente y “un volao” que tenía tramado con una dama de la localidad.

Cuando llegué a Tamayo pasadas las dos de la madrugada, toqué a las puertas y me identifiqué. Mis padres irrumpieron en llantos, preguntaban si me había pasado algo que llegué a esa hora a la casa. Abracé a mi madre, le dije varias veces que la quería mucho, mientras pedía que no se me fuera de este mundo. Le relaté que recibí la carta que me envió, la que decía que estaba quebrantada de salud.

-Ay sí, mi hijo, pero eso hace casi cuatro meses; ya estoy bien de salud ¿Y ahora fue que te  llegó esa carta a la capital? 

*El autor es  periodista.



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