La vida lo arrastró a una condición muy elemental; y ahora su memoria era un rocío de ternura.
No recordaba, hoy, dónde podía ver la imagen de su rostro.
Era una necesidad que le resultaba imposible controlar, imperiosa.
En ese momento miró a todos lados. Y se preguntó, ¿qué aspecto tendrá su rostro? ¿Hay rastro en él de su última sonrisa? ¿Por qué no recuerda nada de las lágrimas que empañaron su felicidad? ¿Qué sucede? ¿Podría intentarlo una vez más? A ver, ¿por qué tendría que intentarlo?
El esfuerzo sería inútil. No tendrá respuesta si no halla ese objeto virtuoso y que no recuerda cómo se llama, la forma que tiene. O qué le agrega a la vida, si tiene algún valor.
Teme. Además, ¿qué pasará si decide recorrer la casa y finalmente encuentra ese objeto? Y cuando mire, ¿qué ocurrirá si la imagen del rostro que encuentre resulta diferente a la última relación que tuvo cuando lo vio? ¿Qué tiempo hace de ese hecho tan volátil? Ver. Ver. Esa frase retumba en su cabeza. Breve. Simple, pero se adelanta. Piensa que esa sola palabra tiene algo revelador. El azar no trabaja así. Hay una inimaginable elaboración previa, involuntaria, sí. Totalmente impredecible. Muy complejo. Ver. Son tres letras. ¿Qué querrán decirle? Presta atención. Ver. Sí. Asocia. Conecta. La conexión lo lleva a una zona mental de mayor claridad.
Entra en una fragorosa batalla. Hundido en lo que mejor sabe hacer: piensa, discierne. ¿Quién es él? ¿Qué hace solo en esa casa tan enorme y callada? Callada no, se corrige. En silencio. En silencio resulta mejor. La idea fluye con mayor precisión. Eficaz.
El otro inconveniente es que no sabe en qué lugar de la casa podría hallarlo. No tiene idea; y por más que se esfuerce no lo recuerda.
La casa, ¿está situada cerca de algún puerto? Huele a salitre cada rincón. ¿Cuándo llegó? ¿Era un niño en ese momento? ¿Sucedió así? ¿Vino en brazos de alguien? De una mujer amorosa, ¿su madre? Los recuerdos se atascan. En el peor de los casos, se evaporan en los cielos de su memoria. ¿Y si de niño no tuvo madre? ¿Por qué piensa eso? De la madre tendría un mar de recuerdos, sonrisas, lágrimas, amores, olores, caricias. Y de nuevo se pregunta: ¿Quién soy yo? ¿Qué hago solo en esta casa tan cálida y acogedora? Hay cuatro ventanas, están cerradas y no entra la luz natural. En ese momento miró a todos lados y se preguntó: ¿Será de día o ya es de noche?
En ese lugar de la casa empieza a reconocer objetos que realzan la elegancia de los espacios. Y, de manera consciente, se percata que los puede reconocer porque sabe sus nombres: candelabros, reloj, sofá, jarrones con flores, consola. Vaya. Una decoración de lujo. No se cansa. Mira y busca con la mirada. La sala se ve elegante, moderna y fresca, amueblada con estilo y detalles artísticos colgados en las paredes mayores. Agrega otros objetos a su inventario visual: cortinas, alfombras, otomanes, lámparas.
Narciso. ¿Por qué, sin ninguna transición, cayó en su mente ese nombre?
La decisión la tomó con una rapidez inusual, como se toman las decisiones de alta trascendencia, a última hora. Dejará que las cosas pasen, según disponga el destino.
Ahora recuerda. Espejo. Espejo. Dos veces repitió la palabra.
En ese momento clavó la vista en una franja del techo blanco y lo entendió todo.
El libro que tiene entre las manos pierde importancia. Toma el bastón que está a su lado. Y, guiado por nuevas razones, se levantó del sillón y empezó a recorrer la casa, despacio.
En el trayecto va encendiendo las luces. Avanzó dos, tres pasos. Abrió una puerta. Mira dentro. No está allí lo que busca. De nuevo se mueve. Un pasillo. Dos, tres pasos más. A la izquierda encuentra otra puerta. Abrió.
Allí estaba el espejo, frente a él.
La imagen que refleja tiene una enorme sonrisa desplegada.
—Soy yo —dijo.