Cada día vemos como crece el odio expresado en las redes sociales ante personas o instituciones por opiniones o supuestos hechos que generan hasta amenazas.
Pareciera que la intolerancia tiene espadachines que en nombre de «su verdad» someten al otro a linchamiento digital o a muerte moral olvidando que errar es de humanos y nadie está exento de cometer una “equivocación” alguna vez en su existencia.
Es como si los usuarios de las redes fueran ahora los Torquemadas que combaten las herejías de hoy convertidas en expresiones que reflejan concepciones divergentes de la vida, la política y del entorno.
Se está haciendo difícil tolerar los puntos de vista ajenos si son diferentes y mucho menos los desaciertos. Siempre aparecen los verdugos que quieren crucificar al otro por lo que sea, hasta por nimiedades que no debieran tener tanta trascendencia cuando hay problemas mayores a los que prestarle atención.
Cualquier error humano se convierte en tendencia, en blanco de críticas despiadadas y en causa política para desmeritar y rebajar al adversario.
Los haters de las redes sociales y sus usuarios están desnaturalizando estos medios volviéndolos espacios tóxicos y destructivos. La indignación colectiva por cualquier quítame esta paja está revistiendo el ropaje del desprecio y la insensibilidad que cada vez ganan más terreno en el mundo virtual pero que se traduce en humillación, deshonor y deshonra en la vida real.
El narcisismo, la inseguridad, la defensa exagerada de parcelas ideológicas y políticas, y el afán de sobresalir en el ciberespacio normalizan el odiar y acosar y asocian las redes a un campo de batalla donde se mata moralmente al otro por sus ideas y se conciben las propias como verdades absolutas que hay que defender como una cruzada.
El diálogo, la sana confrontación de ideas, el respeto a la diferencia y la innegociable tolerancia son esenciales para la democracia y la convivencia pacífica. Cultivar esos valores es responsabilidad de todos nosotros, en todos los ámbitos.