Dios es el Padre por excelencia. Si algo define a Dios Padre es el amor por sus hijos que se expresa en misericordia. En su palabra vemos testimonio de Él anteponiendo la misericordia al juicio. No es un Dios castigador o iracundo sino un Padre que siente ternura y se enternece con sus criaturas.
La parábola del Hijo Pródigo testimonia la misericordia del padre amoroso que acoge al hijo que malgasta con prostitutas la herencia que le exigió en vida, y que, al quedar en la ruina se alimenta de la comida de los cerdos. Más bajo no podía caer.
Luego, arrepentido, decide volver a su casa en condición de siervo. Para su sorpresa, su padre lo recibe con los brazos abiertos y celebra una fiesta porque recuperó al hijo perdido.
Ese padre que ama incondicionalmente refleja el amor que Dios nos tiene. Ese tipo de amor es el que nos pide practicar, en especial a su Iglesia.
Se expresa en las obras de misericordias temporales y espirituales:
Visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos y enterrar a los difuntos.
Enseñar al que no sabe, dar un buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo y orar por los vivos y muertos.
Las obras de misericordia son un camino de perfección espiritual que vivifica a los creyentes y a la misma Iglesia.
El año jubilar que se celebró en el 2016 incluso facultó a los sacerdotes a perdonar el aborto, unos de los pecados más graves según la tradición eclesial.
Esa actitud de perdón y acogida es la propia naturaleza de Dios Padre y de su Hijo Jesús. Nos lo recuerda el papa Francisco cuando dice: “Quién soy yo para juzgar”.
Pero el amor y la misericordia del Padre no puede llevarnos a ser complacientes con el pecado y la decadencia moral. El Padre ama al pecador, no al pecado. La misericordia de Dios se manifiesta en que nunca perdemos la condición de ser sus hijos y la dignidad que esto nos confiere. Somos hijos de Dios para siempre, Él no nos deshereda. Está siempre esperándonos con los brazos abiertos.