En los tiempos de la equidad entre los géneros, alarma que los que están matando mujeres sean los jóvenes de edades entre 20 a 35 años.
Parece que los esfuerzos de dos décadas de las campañas de orientación sobre igualdad entre hombres y mujeres y prevención de violencia cayeron en saco roto o se sembraron en piedra.
El Evangelio de Jesús dice que la semilla que se siembra en piedra se seca. La tierra buena donde había que sembrar era los niños, niñas y adolescentes.
En cada muerte por feminicidio hay un hombre que está convencido que mujer le pertenece. Ese sentido de propiedad llega al extremo de convencerle de que esa pareja tiene que ser suya o de nadie más, aunque tenga que matarla.
El concebir a la mujer como pertenencia se ha interiorizado tanto en la sociedad que en el manejo de las relaciones se entiende que la mujer es siempre de alguien: la mujer de, la hermana de, la tía de o la abuela de tal cual persona.
En lo cotidiano es raro escuchar que un hombre es de determinada mujer.
Se dice que los hombres son de la calle y las mujeres de los hombres y esta creencia de antaño se sigue perpetuando en los jóvenes.
En 1987 se escuchaba un merengue de Luis Ovalles titulado “Las mujeres no son de nadie”. Lo positivo de esta pieza del merengue tradicional, el género urbano podría rescatarlo para recordarle a las nuevas generaciones el valor de la mujer.
Las mujeres no son de nadie. No son una propiedad que se adquiere con una relación o un matrimonio. La mujer es un sujeto de derecho y de igual dignidad que el hombre.
Las mujeres no son de nadie. Son seres libres y autónomos. No tienen que pedir permiso para estudiar, trabajar o vivir. No tienen que perdonar infidelidades o maltratos por su religión.
Las mujeres no son de nadie. Tienen derecho a salir de una relación cuando les dé la gana sin tener que exponerse a la muerte.
Las mujeres no son de nadie. Son dueñas de sí mismas.