La mujer regresó a la casa acongojada, totalmente afligida, luego de los discursos fúnebres de amigos, y que toleró abatida, durante el funeral de su esposo.
Una noche, después de un largo duelo y recompuesta anímicamente, curada de su aflicción, empezó una extraña obsesión nocturna y se dio cuenta que había llegado la hora de que otro hombre entrara a su reino.
A través de los años, y de manera espaciada, tuvo varios amantes que la abandonaban misteriosamente.
Con el último, luego de dos amantes efímeros, intentó casarse, pero el día de la boda no se presentó para honrar el compromiso nupcial.
Una noche de entrega total, abiertos al amor, atrapados en su vínculo singular; y ella excitada, clavando las uñas en la espalda del amante, gritando con desaforo, ay, ay, ay, entró a la habitación una ráfaga de viento.
El fenómeno era inexplicable, porque las ventanas estaban cerradas.
—¿Qué ocurre, amor? —preguntó el hombre junto a ella.
No lo creía.
—¿Eres tú, Francisco?
No estaban solos.
El esposo difunto, o una presencia fantasmal de él, intimidó al amante y le ordenó:
—¡Levántate! ¡Ven conmigo!
No hubo resistencia. La mujer lo vio y no pudo impedirlo. Los dos hombres, caminando despacio y en silencio, desaparecieron a través de los laberintos de una dimensión desconocida; y, ella, todavía atónita, entendió todo. Descubrió el misterio de otras desapariciones.
El fantasma era incontenible; y, con cada nuevo amante, volvía a sus andanzas y macabros secuestros de medianoche.
Era absurdo. No perdería otra batalla de amor; y por eso el amante que tiene ahora jamás podrá dormir en su cama. Era por el bien de los dos. Así que antes de la medianoche lo despide en la puerta de la casa con un beso demorado. No quiere exponerlo a una azarosa desaparición.
En la última visita ella pensó en un plan que no podía fallar. Estaba despierta y sola. Esperó que la aparición se acercara a la cama; y formó una cruz con el índice de cada mano; y, luego de un conjuro en voz baja, gritó:
—¡Atrás! ¡Vuelve a tu mundo y no regreses nunca!
La noche siguiente le dijo al amante que ya podía quedarse en su cama toda la vida; y le contó la lúgubre historia, despacio, entre besos y caricias.
—Te debo la vida —dijo el hombre.
—La vida y muchos besos —agregó ella.