El Concorde viajó por primera vez hace 40 años entre Londres y Nueva York. El vuelo duraba tres horas y media.
Fue el avión de pasajeros más icónico de la historia y, hasta su fatal accidente en 2000 -que acabó con la vida de las 109 pasajeros y de cuatro personas que se hallaban en tierra-, era el más seguro.
Pero el 22 de noviembre de 1977 aquella tragedia estaba todavía muy lejos en el tiempo. El Concorde se preparaba para ejecutar su primer vuelo directo entre las dos grandes capitales del Viejo y el Nuevo Mundo: Londres y Nueva York.
En un trayecto que apenas tres horas y media, la aeronave anglo-francesa surcaría los cielos de Europa y América duplicando la velocidad del sonido.
El Transporte Supersónico (STT, por sus siglas en inglés) estaba en su mejor momento. Y este vuelo comercial inaugural entre las dos ciudades más importantes del mundo occidental era la culminación de su éxito.
La construcción de los Concorde había comenzado hacía 15 años, en plena carrera tecnológica durante la Guerra Fría.
Los fabricantes aéreos estatales de Reino Unido (British Aircraft Corporation) y Francia (Aérospatiale) se pusieron a trabajar en lo que muchos consideran una maravilla de la ingeniería que revolucionaría para siempre la aviación.
«Es un avión mágico… el placer de volar en él es casi carnal«, dijo sobre él una azafata de la aerolínea francesa Air France.
Pero tuvieron que ponerle freno mucho antes de lo previsto. De los 22 aviones Concorde que desarrollaron, siete se los quedó British Airways, otros siete Air France y los seis restantes nunca llegaron a despegar.
Su final anticipado, tras el fatídico accidente en el aeropuerto Charles de Gaulle de París en julio del año 2000, dejó un enorme vacío en el mercado de los aviones supersónicos.
En sus 27 años de historia (1969-2003), el Concorde sólo llegó a tener 2,5 millones de pasajeros. Realizó un total de 5.000 vuelos durante toda su vida útil.
Algunos de quienes viajaron a bordo de la aeronave fueron personalidades como los cantantes Elton John y Mick Jagger, la actriz Elizabeth Taylor o el actor Sean Connery.
Y, por supuesto, la reina de Inglaterra.
Su precio era alto: un billete de Londres a Nueva York costaba más de 6.600 libras esterlinas de la época.
Recorrer largas distancias en poco tiempo suponía tener que gastar muchos litros de combustible para abastecer unos motores mucho más potentes.
El Concorde consumía una cantidad enorme: 25.680 litros de queroseno por hora.
Un avión comercial convencional quema unos 4 litros por segundo.
El menú del Concorde era digno de restaurantes de lujo. A bordo de sus vuelos se consumeron muchas botellas de champaña: un millón en total.
Entre los platos había ensalada de langosta y trufas, pastel de salmón ahumado o pechuga de gallina guineana.
Por supuesto, también contaba con una amplia carta de vinos añejos.
El Concorde duplicaba la velocidad del sonido (Mach2) volando a 2.179 kilómetros por hora, algo nunca logrado hasta entonces.
Fue mucho más que un avión: se convirtió en un instrumento de prestigio económico y social para Francia y Reino Unido, y en sinónimo de clase, elegancia y lujo.
Su abrupto final, sin embargo, lo hizo pasar a la historia con una imagen mucho menos exótica.