El año que recién se ha iniciado estaremos abocados a seguir enfrentando una gran diversidad de problemas. Tres de ellos son la violencia criminal en sus diversas manifestaciones, la corrupción y el derivado de la importante inmigración haitiana en la República Dominicana.
La violencia delincuencial y criminal constituye uno de los males nuestros de cada día. En el pasado período de asueto este asunto se puso de manifiesto notablemente, reseñando nuestros medios de prensa la ocurrencia de hasta 10 sucesos de esta naturaleza en un solo día. Diferentes campañas han sido lanzadas para su enfrentamiento, pero la violencia criminal ha persistido, y seguirá creciendo, mientras se le ataque principalmente desde estructuras punitivas y de control por demás viciadas y frágiles, y no principalmente desde lo social, lo educativo, lo cultural y lo económico.
La falta de efectividad y de confianza en nuestros sistemas de seguridad conduce a la población, con razón, a la incertidumbre y al miedo.
La corrupción es otro de nuestros gravísimos males. Un mal que incide para trabar nuestro desarrollo. Contra él no ha podido ni “Marcha Verde”, un digno, masivo y potente movimiento que también ha levantado su bandera en contra de la impunidad. Nuestro marco institucional tiene alta responsabilidad en la permanencia de este fenómeno, así como también la tiene la falta de un liderazgo político verdaderamente consecuente contra la corrupción. Es muy lamentable que mientras en diversos países del continente el brazo de la justicia haya alcanzado, en el caso Odebrecht, a presidentes, vicepresidentes y altos funcionarios del Estado, en la República Dominicana hasta ahora casi todo parece indicar que se impondrá la impunidad. Para ser propositivos y veraces, digámoslo claro, no habrá eficiencia en la lucha contra la corrupción mientras no tengamos un “corpus” judicial probo y valiente, y mientras no dispongamos de una Procuraduría General de la República y un Ministerio Público plenamente independientes.
La creciente presencia de inmigrantes haitianos en nuestro país constituye, quiérase o no, un asunto de preocupación. Máxime si la misma se produce de manera indocumentada. Se trata de una situación que debe ser regulada y que se debe observar con atención. Emigrar es un derecho de los seres humanos. Y lo es más que el ser humano pueda vivir justa y dignamente en el territorio que lo vio nacer. Por eso creemos que es justo que el esforzado y abusado inmigrante haitiano pueda demandar el derecho a la vida y al trabajo en su propio país. Planteamos mientras tanto, una regulación justa, sin racismo, violencia, explotación laboral, ni irresponsabilidad por parte de grandes naciones.