Como una tromba pasaba mi 1995. Descubrí a principios de ese año que el cine podía tener con mucho carisma otros modos de narración, y Pulp Fiction de Quentin Tarantino, me sirvió de puente a la búsqueda del arte que conforma el negocio del cine. En verano, Nueba Yol se convierte en el precedente masivo de nuestra naciente fábrica de sueños insular. Euforia nivel Dios me poblaba.
Pero no fue hasta finales de ese año-quizás mi memoria lo quiere ubicar a finales para coronar el tríptico perfecto-cuando caminé con mi amigo Oscar desde la prolongación Tiradentes hasta el Conservatorio Nacional de Música para ver en las Cuevas de Santa Ana a Luis Días junto a Sonia Silvestre.
«Placeres» se llamaba el concierto. Yo, había visto al «Terror» de pequeño, cuando se difundía el que sería considerado oficialmente el primer vídeoclip en nuestro país: «Ay Ombe». Sentí conexión con su lamento. Parecía un tipo cercano. Sin Curly. Sin una Organización Secreta que le amparase. De inmediato, me desviaba a los muñequitos de rigor que sucedían a ese espacio vacío que rellenaba con musicales Teleantillas.
Pubertad y adolescencia en búsqueda de identidades. Por ese campo de batalla y autoengaños, atravesé cualquier tribu urbana. Hasta 1995.
Ese concierto, para mí, fue muy especial: interioricé por primera vez la prosa descarnada de Luis Días. Cómo retrataba a los «malos» dominicanos de la periferia. Bachata y merengue con grajo. Salve, pri prí, gagá y toda nuestra raíz teñida de rock en composición y actitud, hicieron mirarme. No me perdí jamás en traslación.