El 9 de noviembre último, día en que debió celebrarse la caída del Muro de Berlín (1989), el mundo despertó conmocionado. Más bien, compungido.
En la democracia más poderosa y presumiblemente perfecta del mundo ganó las elecciones el candidato más antidemocrático. Una paradoja.
Se impuso la fuerza del instinto primario a la razón civilizada. Se impusieron la insensatez y lo soez a la sensatez y la prudencia. Aun la gente más neutral en EEUU afirma que el 11/9 es lo más parecido psicológicamente al 9/11.
El triunfo republicano en Estados Unidos se ha percibido como un peligro inconmensurable para el resto del mundo. Ulrich Beck nos enseñó acerca del peligro que encarna el riesgo; sobre todo, el riesgo global, como es, en efecto, el que este triunfo electoral encierra.
Pero, el pensador alemán también nos hizo comprender que la catástrofe es la escenificación, la materialización de la peligrosidad del riesgo.
La inmoralidad, la misoginia, la xenofobia o nacionalismo racista, el odio al orden, la burla a la ley y el impulso instintivo a quebrantarla en beneficio propio (no paga sus impuesto y llama estúpidos a quienes lo hacen), la retórica de la ofensa y, por si fuera poco, la estulticia del espectáculo y el circo lograron vencer la posibilidad de la continuidad del sistema jurídicopolítico, del capitalismo neoliberal globalizado, de la democracia y del ditirambo de la moralidad característica de la sociedad norteamericana a través de su historia.
Quizás ambos candidatos carecían de idoneidad suficiente para los electores. Una debilidad del bipartidismo. En consecuencia, la sociedad se dividió, con el penoso balance de haber escogido lo peor, lo más deleznable.
La nación echó por la borda la oportunidad histórica de ser gobernada por una mujer, seguida de un primer presidente afroamericano. La provocación y lo procaz se tornaron electoralmente redituables.
Los protestantes, tan caros al capitalismo racional y ascético desde Max Weber; los mormones, lo más rancio del catolicismo y el judaísmo y toda la religiosidad de base cuáquera (cristianismo primitivo) se desnudaron y exhibieron el poder persuasivo de su doble y embustera moral.
Promesas como devolver la grandeza americana; expulsar a millones de migrantes de una nación fundada por migrantes; devolver los empleos a los americanos blancos; reducir a criminal a todo aquel de origen mexicano o latino; rescindir acuerdos comerciales internacionales; despojar de sus derechos adquiridos a minorías étnicas, entre otras amenazas revolvieron lo emocional en la población blanca americana y pusieron de lado la racionalidad.
El discurso del odio se tornó redituable.
Las emociones son reacciones psicofisiológicas que indican el modo en que los individuos se adaptan a determinados estímulos.
Conductualmente, influyen en las posiciones que tomamos con respecto a nuestro entorno y acerca de qué seguimos y a quién rechazamos.
La noción de capitalismo de la emoción fue acuñada por Byung-Chul Han en su ensayo “Psiopolítica” (2015).
Distingue el sentimiento (objetivo, constatativo) de la emoción (subjetiva, dinámica, situacional y performativa).
La lógica del capitalismo emocional apunta a la explotación del consumo, más de emociones que de objetos.
La performatividad de la emoción radica en evocar acciones determinadas, retóricamente dirigibles y controlables. Por ejemplo, votar a favor de lo peor debido a la dinámica de una motivación.
Las emociones se mueven en la prerreflexión, en lo irracional o instintivamente básico.
Es en el nivel prerreflexivo del sujeto donde opera la “psicopolítica” del capitalismo de la emoción y su control de los individuos.
Ese triunfo significa más incertidumbre para la democracia, la libertad, la globalización en agonía y la paz mundial. Barbarie incontrastable de la emoción silente.