En 2015 tuvimos una revisión de la Constitución para que el presidente Danilo Medina pudiera optar por la reelección.
La de 2010 se lo impedía.
Algunos creen que antes de 2020 tendremos otra por la misma razón.
Entre los críticos de la frecuencia con la que ponemos la mano sobre la Carta Sustantiva oímos y leemos la queja por la monotonía del motivo: la Presidencia.
Pudiera pensarse que la Constitución es solo un documento jurídico, pero también es una carta política. Y como la política es algo práctico, es el poder, la frecuencia de las revisiones y reformas con la vista puesta en la Presidencia no es un vicio, es un síntoma.
Según Frank Moya Pons, pensador social, la “oligarquía dominicana” desapareció en el primer tercio del siglo XX (lo refiero de memoria).
Y como la desaparición dejó un vacío (esto lo dice el escribidor), Trujillo lo ocupó con el poder que dejó en sus manos la apropiación de la política, a partir de la cual pudo poner a su servicio el aparato del Estado.
Cuando lo mataron, El Jefe tenía 31 años ininterrumpidos en el poder.
Y se produjo otro vacío, acompañado de una crisis que se reflejó en la Constitución, carta de ruta del Estado, pero también garrote político.
Desde 1955, año en el que La Dictadura entró en declive (dicen historiadores), hasta 1966, cuando Estados Unidos tutelaba la transición, se produjeron nueve reformas, dos de ellas memorables: la de 1963, con la que Juan Bosch trató de meter una cuña entre las élites sociales que se repartían el legado económico y social de Trujillo —el cual estaba llamado a depararles relevancia política— y campesinos, gañanes, jornaleros, peones, obreros y lúmpenes, a quienes esperaba beneficiar, y la de 1966 —de Joaquín Balaguer—, la de más largo aliento, no por buena, sino porque todos tuvieron que aceptarla.
La administración del PRD, entre 1978 y 1986, no pudo reformar la Carta Sustantiva y en los diez años siguientes pagó por ello un alto precio político.
El arbitraje de la política desde el Palacio Nacional da la oportunidad de poner el aparato del Estado al servicio de intereses sectoriales; una tragedia, porque si tenemos una oligarquía, como suele decirse, esta no pasa de ser una élite social y económica que no sirve para nada a la nación.
Esta oligarquía se la pasa muchas veces como si no existiera, porque desde su debilidad ve el Estado como lo ven las fuerzas políticas con arraigo popular y los aventureros internacionales: con la ambición de administrarlo, pero con la vista puesta en el presupuesto.
En este escenario la Constitución es un instrumento, como lo ha sido desde el siglo XIX, para el servicio de políticos profesionales, no de la nación, que la llevan y la traen según sus ambiciones, manipulan a los muchos y a los pocos por todos los medios, y le meten el bisturí sin náuseas ni remordimientos.