Escribo para sobrevivir a la violencia

Escribo para sobrevivir a la violencia

Escribo para sobrevivir a la violencia

José Mármol

Escribir es vivir. Ese es el maravilloso título de un libro profundo y sabio. Lo escribió, porque lo habló en el marco del ciclo de cursos magistrales de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo de Santander, en julio de 2003, el novelista José Luis Sampedro.

Libro cargado de sapiencia y humildad. Sostiene que el escritor es un albañil del lenguaje, cuyos ladrillos son las palabras. Considera la escritura como manifestación del arte de vivir cada día, y no sólo como un conjunto de técnicas literarias. Sin desmedro de la técnica, esta es una verdad terrible.

Cuando se escribe por necesidad vital, ocurre, sin posibilidad de escape, que la obra se hace con la vida y la vida se hace con la obra.

Kafka solía decir que gracias a su escritura se mantenía vivo.
Soy presa fácil del delirio de escribir. De esa adicción al lenguaje y su rítmico poder de significación, superación y transgresión del mundo en la superficie alegórica y multívoca del poema, el relato o el ensayo.

Cuando escribo experimento un extraordinario poder de fruición, una sensación, fisiológica, talvez, como en Gustave Flaubert, de que sobrevivo al hastío, la podredumbre y el desgaste de la sociedad posmoderna actual. Me estremezco en la intención estética de vivir cada día la tensión estilística de la escritura y su ineludible ansiedad de una imposible perfección. La escritura es infinitamente perfectible.

Para Fernando Pessoa escribir equivalía a existir. Pasarse algún tiempo sin escribir era igual que pasarse algún tiempo sin vivir. Soy lo que escribo, solía decir.

Aún así, confesaba sentir un tormentoso autodesprecio, el desprecio de sí mismo, al momento de escribir. Es así, porque la génesis del texto literario produce, a la postre, una extenuación, un cansancio de ser, una abulia por la relación identitaria entre el sujeto (escritor), la enunciación (acto de articular una lengua) y la escritura (obra).

Escribo, pues, por la determinación sistemática, y a la vez, por la renuncia espontánea a ser, como modo de sobrevivencia, de subsistencia creativa, instrumento corpóreo y pensante de la riquísima tradición de mi lengua materna y su capacidad de ampliarse, renovarse como espejo y como primer motor de la sociedad, la cultura y la historia.

El que escribe vence al miedo. De ahí que el texto logrado sea, aunque parezca paradójico, el testimonio, la huella, el legado de la autodestrucción y liberación del escritor. La escritura trasciende el dominio de los poderes fácticos, burla sus instrumentos coercitivos, rompe las camisas de fuerza de la falsa moral y la falsa política.

El que escribe ha de soltar riendas a sus demonios. Los poetas León de Greiff y Antonio Machado escribían para tratar de hablar con Dios.

Escribo, porque con la escritura participo de la afirmación de la soledad y el vacío de la vida contemporánea.
Escribo para morir y renacer en cada texto. Escribir, sugiere Maurice Blanchot, es poner el lenguaje bajo la fascinación, y por él, en él, permanecer en contacto con el medio absoluto, allí donde la cosa vuelve a ser imagen.

Esa fascinación queda hoy opacada por la violencia de la sociedad. Una violencia atroz que corroe los cimientos de la vida en comunidad. Esa violencia constituye un atentado contra la civilización de la paz.

Escribo para resistirme a esa avalancha de ignominia y depredación que protagonizan ciertos estratos insaciables de la sociedad.

Escribo desde hoy para el tiempo que vendrá; para vencer el miedo al miedo. Escribo, simplemente, para tratar de llegar a escribir, sin sentir siquiera la pretensión de llegar a ser escritor.



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