Un haitiano se parece a un dominicano más que el 95 % de todas las casi 200 nacionalidades del mundo. Compartimos demasiadas ficciones.
Quienes rasgan sus vestiduras al oír algo tan obvio, pese al idioma y otros diferenciadores, ignoran cuanto ven observadores extranjeros.
Nos ciega nuestra propia historia.
Entender esa similitud no es abogar por ninguna unión ni disparate parecido; contextualiza la invasión haitiana. Pareciéndonos, nos rechazamos visceralmente.
Obama, hijo de un keniano, gobernó Estados Unidos. Aquí Peña Gómez casi lo logra. En Canadá, el Ministro de Migración es un refugiado somalí que llegó allá de 16 años.
Son apenas tres ejemplos de políticos exitosos porque se integraron asumiendo con fervor patriótico su tenue ciudadanía pese a su origen distinto.
Pero, ¿cuán “dominicano” quiere ser el haitiano que viene legal o irregularmente? ¿Cuán “dominicano” debe ser quien sea designado o elegido para algún alto cargo?
El problema de cuán anti-dominicanos prefieren ser “nuestros” haitianos –aun pareciéndonos— ilustra la gravedad de esta desgracia. El imperio de la ley (especialmente de inmigración) fortalece la patria.