Londres, a principios del siglo XIX, fue la cuna de clubes sociales privados. En Carlton y White’s caballeros distinguidos compartían tragos y puros.
En Escocia crearon country clubs de golf en 1880, para élites adineradas. Para 1910, el club campestre era una distinción exclusiva de las clases más altas estadounidenses. Surgieron también clubes alternativos para los excluidos: judíos, italianos, latinoamericanos, negros. Aquí hubo clubes como el Unión y el Casino de Güibia donde notorios políticos recibieron “bola negra”.
En 1920 americanos golfistas residentes en Santo Domingo fundaron el Country Club, hasta hoy el más exclusivo centro social dominicano, que blasona “directivas con personas de intachable trayectoria”.
La idea de los clubes es enriquecer la vida social de sus miembros y aquí han proliferado, entre distintos estratos.
Es un escarnio auto-infligido, que debe poner a pensar a la élite moral criolla, que los tres principales y más antiguos clubes nuestros estén escandalizados con procesos judiciales por cuestiones administrativas. Ni siquiera esos bastiones, reductos del “pitifuinchismo”, escapan al derrumbe ético que nos corroe.