Si alguien tiene dudas de que el progreso de los pueblos va atado a la educación de sus gentes, me permito aconsejarle que se dé una vueltecita por Chile para que vea allí una prueba fehaciente de ello.
Fui a Chile la semana pasada, en gestiones relacionadas con la Sociedad Interamericana de Prensa, y sin proponérmelo pude comprobar los avances de esa sociedad en los más variados aspectos.
En ésta, mi cuarta visita a dicha nación sudamericana, no solamente pude notar el cambio que se ha producido en el paisaje, en los parques bien cuidados, en las calles sin una colilla o un papelito sucio en el suelo o en el crecimiento económico e industrial, sino particular y principalmente en algo que no se ve, no se huele ni se puede palpar: la educación.
Cuando hablo de la educación no me refiero solamente a la de alto nivel científico o filosófico que se imparte en las universidades o elevados centros de estudios, sino también a la de abajo, la que se enseña en las escuelas rurales y en los hogares, por modestos o pobres que sean.
El chileno es educado por naturaleza, en todos los niveles sociales. Si ve que usted tiene alguna dificultad, le ofrece auxilio sin importar quién sea usted; si no tiene soluciones a mano, hará magia para encontrarlas. Es atento, habla en voz baja, le gusta servir; en otras palabras, es educado.
Cuando veo algo bueno que favorece a un tercero tiendo automáticamente a compararlo con lo mío. En este caso debo admitir que la comparación me deja golpeado.
Aunque, viéndolo bien, debería servir a los dominicanos como lección y ejemplo para tratar de aprovechar las oportunidades que se nos presentan, y superarnos tanto en lo elemental como en lo más trascendente, a fin de que algún dÍa nosotros también podamos alcanzar, partiendo de la educación, los peldaños más altos en esta elevada escalera que es la vida.