Hay quienes impugnan la idea de las comisiones de veeduría a partir de intereses muy personales, desde la catarsis, el encono y la malquerencia.
En ese contexto, toda la aproximación crítica que intentan hacer se convierte en prejuicio y en tunda verbal.
Hay un ala del Gobierno con protagonistas que desde siempre -fuera y dentro de la gestión pública- hicieron profesión de fe por la transparencia, y esto les viene por sus vínculos históricos con organismos internacionales en labores de consultoría, y de entidades locales de la sociedad civil.
Articularon por mucho tiempo un discurso casi de barricada, registrado en miles de pulgadas/columna en las hemerotecas, que puso en tela de juicio múltiples decisiones gubernamentales del pasado reciente, consideradas impúdicas desde su mirada.
Ahora les ha tocado gobernar y considero lógico, coherente y honesto que practiquen hoy con hechos lo que predicaron ayer con palabras. Es injustificable el desbordamiento de la intolerancia ante las comisiones de veeduría.
¿Puede alguien vincular con acciones corruptas a nombres como Juan Bolívar Díaz, Cirse Almánzar, Javier Cabreja, Rafael Bienvenido Paz y Carlos Fondeur?
Las objeciones de quienes adversan la iniciativa lo dicen todo: se quedan en el odio personal y la politiquería porque no tienen otro espacio ni motivo para arrasar. Hay que entender la embestida y el resabio.
Es un desahogo frente a un incómodo ministro que ha roto la cooptación oculta de instancias del gobierno por parte de clanes familiares y de canchanchanes.
Las comisiones de veeduría nos dicen, sin embargo, cuan fallidas son las instituciones en este país.
Contamos con múltiples entidades de control, bloques de leyes anticorrupción y normativas que imponen la rendición de cuentas. Pero estas no funcionan ni desencadenan consecuencias.
Las energías de las fuerzas sociales, políticas y económicas deberían centrarse en encender los motores del desarrollo institucional. No a perder tiempo en barniz con pasta.