Utopía líquida y nuevos tiempos

Utopía líquida y nuevos tiempos

Utopía líquida y nuevos tiempos

Antes buscábamos la utopía en el futuro; hoy la buscamos en el pasado. Es decir, en un pasado idealizado, en virtud de que el porvenir ya no se define como esperanza y progreso. Antes bien, ese porvenir, hoy, sirve de espejo de miedos y fobias.

El gran teórico de la modernidad líquida, Zygmunt Bauman, desarrolló la tesis, a la que le llamó poco ante de morir, “retropía” para referirse a la búsqueda de la utopía en el pasado, quizás ante el pesimismo epocal y la bancarrota de la utopía socialista.

Si bien el presente es líquido, para Bauman, “el pasado es sólido, macizo e inapelablemente fijo”. No se trata hoy de alcanzar un mundo mejor, una sociedad perfecta sino de mejorarla.

La sociedad humana avanza a pasos firmes hacia una percepción pesimista del presente y del futuro. Ante este negativo desafío se imponen, como estrategias de sobrevivencia, la lectura, el trabajo, el ocio y la amistad.

Hoy, los psiquiatras y los cirujanos plásticos tienen más pacientes o clientes que los cardiólogos y los neurólogos, pues importan más la imagen y la conducta que el cuerpo mismo, y más la salud que la higiene. Cada vez se hace más real la idea de la felicidad como una obligación o un mandato social.

Pero la felicidad tiene un precio. Es un proyecto categórico de la ética personal de los nuevos tiempos líquidos.

La salud ahora es una demanda humana. El olvido también opera como mecanismo de salud mental e higiene contra el peso de la memoria.

Hoy el psiquiatra es el médico con más pacientes, ya que los miedos, las depresiones, la obsesión por el éxito, el horror a perder el trabajo o el estatus, las ansiedades y los trastornos de la personalidad son cada vez más frecuentes que las enfermedades orgánicas.

Nos deprimimos más que antes porque queremos ser felices siempre, progresar fácil y graduarnos rápido en las universidades, donde no se busca aprender, sino adquirir un título profesional en lo que pestaña una rana.

Tenemos mucha tecnología y poco humanismo. Vivimos una crisis de los sentimientos y de las profesiones tradicionales.

Queremos educación a distancia para no oír al maestro; deseamos ir una sola vez por semana a la universidad, si acaso, para no interactuar con los condiscípulos.

Ya veremos que para el aprendizaje integral es necesario el otro, el compañero de estudio, la amistad competitiva: el diálogo vivo en el aula.

Cuando el maestro era el que sabía, esa realidad generaba un respeto y una admiración. Cuando la educación se haga a distancia o por internet, ya no serán necesarios los maestros, ni las aulas. Solo será necesaria la institución que emita el título.

Morirían el intercambio y la cofradía que se producen en la interacción cotidiana, esa energía que crea el aula de clase. Nos llevan muy rápido.

La modernidad tecnológica podría convertirse en una trampa del ingenio y la invención. Hoy la tecnología está desplazando a las religiones y a los padres tutelares.

La educación de hoy ya no descansa en los valores de los padres a los hijos sino que proviene de los artefactos tecnológicos, con los que dialogan, día y noche, sustrayéndolo del entorno real y familiar.

“No sigas, profesor, lo busco en la internet”, dijo un amigo intelectual.

De modo que el profesor camina rápido hacia su obsolescencia, y también el rol de los padres en la educación moral y sentimental de sus hijos. Acaso en este drama de transformación epocal residan la muerte del dolor ajeno, la pérdida de sensibilidad social y el fin de la piedad.



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