Una burbuja de amor

Ana Blanco

Miro a mi hijo. Tiene 12 años. Y me asalta la duda de si lo estaré criando bien. Lo primero que pienso es que quiero que sea feliz, lo segundo, que si para lograrlo lo he metido en una burbuja de amor. Me explico.

Veo que los padres de mi generación queremos proteger tanto a nuestros hijos del entorno que no les permitimos adquirir las herramientas para poder manejarse y, sobre todo, defenderse dentro de él.

Creemos que solucionando todo por ellos, allanándoles el camino, ofreciéndoles soluciones constantes y, principalmente, haciendo las cosas por ellos, les ayudamos.

En realidad estamos formando seres humanos inútiles en cosas básicas de la vida y, lo peor, emocionalmente inmaduros, incapaces de manejar las frustraciones, que necesitan el premio continuo, no entienden la palabra esfuerzo y asumen que los demás tienen la obligación de resolver las cosas por ellos.

Recientemente leí una entrevista a un profesor de universidad en EE. UU. y decía que estaba impactado por la cantidad de alumnos con un desarrollo increíble de su cerebro, capaces de reaccionar a múltiples estímulos, pero verdaderos ignorantes emocionales, sin obviar que no podían solucionar situaciones cotidianas por sí solos.

Y hablamos ya de gente adulta.

Y eso me lleva a pensar que esa burbuja de amor en la que metemos a nuestros hijos aspirando a su felicidad los atrapa más que los enriquece.

Rompan esa barrera, permitan que esos pequeños se equivoquen, caigan, aprendan, busquen soluciones…

Deben adquirir un bagaje emocional, lleno de sonrisas y de lágrimas, que les permita manejar los fracasos. De nada sirve estimularlos desde la barriga, que su inteligencia sea más inteligente que nadie, si resulta que su corazón es tan frágil que al primer embate no se recupera, y de qué sirve ser tan listos, tan preparados si al momento de vivir independientes, dependen de los demás para todo.

Buscar niños de catálogo, querer que sean una versión mejorada de nosotros mismos me parece una acto muy egoísta.

Los padres debemos hacer el esfuerzo de conocer a nuestros hijos, quienes llegan ya con un mapa genético, incluso emocional, que debemos descubrir y nuestro papel es acompañarles, enseñarles, transmitirles valores, principios pero ante todo permitirles ser, con lo bueno y lo malo que esto conlleva.

Sus fracasos son de ellos, no nuestros. Sus triunfos también. Lloraremos y reiremos con ellos. Pero no podemos vivir por ellos.