Un recuerdo de Gómez Pepín

Un recuerdo de Gómez Pepín

Un recuerdo de Gómez Pepín

A finales de 1966, Radhamés Virgilio Gómez Pepín conoció a Héctor Augusto Cabral Ortega, otro símbolo del decoro nacional.

Entonces estaba recién casado con doña Mercedes Luisa Navarro, había enviudado unos años antes de su antigua esposa Vilma Sánchez, y trabajaba en el vespertino El Nacional, como asistente de don Rafael Molina Morillo. Vivía en la pensión de la calle Bolívar n.º 38, atendida por doña Asteide Paniagua, que colaboraba con grandes figuras del 14 de Junio.

Dicha es lo que sienten los que gozaron de su amistad muy sólida, que él sabía consolidar con los años, particularmente en ese oprobioso período de los Doce Años de Joaquín Balaguer. Hago mención de esta información antes de mostrar el profundo sentido de la amistad que todos reconocen en él, ahora que van a mencionarlo, y recordar su vida, y también van a decir que fue una de las últimas leyendas del periodismo nacional, que acaba de decirnos adiós.

En una ocasión don Radhamés tuvo un asunto de Justicia; como un día cualquiera de la Revolución de Abril, en la zona constitucionalista, llegaron a su casa para allanarlo (ya lo habían hecho varias veces) y estando trabajando en el periódico lo llamaron para decirle que habían encontrado un alijo de material de guerra, ni siquiera armas, sino macanas, cananas de armas y dos o tres cápsulas. Aquello terminó en un proceso arbitrario que lo mandó a la penitenciaría de La Victoria. Allí estuvo alrededor de una semana y lo iban a acusar de tráfico de armas. ¡Asimismo, de tráfico de armas!

Le tocaba vivir en carne propia el duro mundo de las ergástulas dominicanas, a la que iban a parar los presos políticos, que el régimen llamaba “políticos presos”.

Pero afortunadamente don Rafael Herrera y un grupo de periodistas hablaron con Balaguer y eso se quedó en el aire.

Lo llamaron un día y así, sin nada más, le dijeron, ¡váyase! Pero la verdad es que don Radhamés jamás usó un arma. Hasta la fecha de hoy, o mejor dicho, hasta el fin de sus días, el viejo maestro no se había puesto una arma en la cintura.

“No conozco ni me interesa saber cuál es la diferencia entre un revólver 38 y una pistola 45, nunca me ha interesado nada de esas pendejadas, pero me acusaron de eso” –me dijo en una ocasión que lo entrevisté en su despacho del periódico.

Desde siempre –y sobre todo, desde la redacción del periódico–, se caracterizó por ser un hombre de mucho “material colgante”; él asumió fundamentalmente la defensa de la gente a la que podía defender y proteger, pero lo hacía con su singular personalidad.

Sus tribunas sirvieron esencialmente para la defensa de grandes luchadores de la patria. No conozco a nadie que haya realizado el periodismo de esta manera; y por supuesto, él tenía el carácter para enfrentar esos riesgos, de escribir como lo hizo y de dar la noticia.



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