Sobre el derecho a reclamar

Nassef Perdomo Cordero, abogado.

Existe una visión muy extendida de la democracia que la identifica con la armonía casi perfecta, en la que las diferencias políticas y sociales giran sobre todo a la inversión de los fondos públicos. Pienso que los hechos demuestran que esta visión es incorrecta.

La democracia es un sistema político que administra los inevitables conflictos sociales, partiendo de la idea de que la solución debe ser encontrada en el contraste de los diversos intereses y opiniones.

En lugar de ignorar los conflictos, la sociedad democrática los lleva al plano de la discusión pública, y permite que esta sea la que ordene las decisiones sobre cómo lidiar con ellos.

Como todo está sujeto a debate, las posiciones predominantes en un momento determinado no tienen vocación de eternidad. Y, además, deben coexistir siempre con otras visiones sobre el mismo problema, aunque resulten incómodas.

Es precisamente por esto que existe la libertad de expresión. Las opiniones populares o generalmente aceptadas no suelen requerir de protecciones ni garantías.

Las que sí las necesitan son aquellas opiniones que son minoritarias, o incluso tabú. El sistema democrático reconoce la necesidad de que esos discursos incómodos tengan un espacio en el debate.

En democracia, las voces disidentes de un momento dado forman el consenso social del futuro, marcan el camino del progreso colectivo.

Es difícil identificar a priori las voces que serán reivindicadas por la historia, motivo por el cual no podemos pedirles silencio a quienes dicen cosas que encontramos incómodas. Hacerlo es apostar a que las cosas no cambien nunca.

En su “Carta desde la cárcel de Birmingham”, Martin Luther King Jr. respondió lo siguiente a un grupo de religiosos que se hacían llamar sus aliados, pero que le reprochaban lo “inconveniente” y “extremo” de pedir igualdad plena e inmediata para los negros en los Estados Unidos:

“Afirman ustedes en su declaración que nuestras acciones, aunque pacíficas, tienen que ser condenadas porque conducen a la violencia.

¿Pero es este un aserto lógico? ¿No es ello lo mismo que condenar a un hombre víctima del hurto porque el hecho de haber poseído dinero determinó a la pecaminosa acción de robarle?

(…)

El progreso humano nunca discurre por la vía de lo inevitable.

Es fruto de los esfuerzos incansables de hombres dispuestos a trabajar con Dios; y si suprimimos este esfuerzo denodado, el tiempo se convierte de por sí en aliado de las fuerzas del estancamiento social».

Creo que tenía razón.