Recordar a Juan

Recordar a Juan

Recordar a Juan

Matías Bosch, primer vicepresidente

Juan Bosch partió al infinito un 1 de noviembre de 2001. Es el Día de Todos los Santos, y el 2 de noviembre, cuando fue sepultado, es el Día de los Fieles Difuntos.

Carmen Quidiello, su compañera, decía que Juan había sido democrático hasta para morirse. Lo que me anima a escribir no es la necesidad de hacerme presente.

Más bien son los discursos huecos, los actos impostados que algunos convocan para decir sin decirlo que no lo recuerdan y no les importa; los malos retratos de periódicos que mezclan su memoria en escándalos partidistas.

Tampoco es incomprensible que no lo recuerden. No se recuerdan de sí mismos, ni de los barrios ni de los campos.

Para recordarse y recordar a Juan habría que volverse sobre sí mismos y retornar a El Pino, a Río Verde, bañarse en el Camú, pescar camarones en Pontón, ver morir a los dos hermanitos de disentería por el agua sin tratar, sufrir que bajen la bandera nacional e icen la norteamericana en 1916.

Habría que recordar a ese Juan que pudo ser gran comerciante o millonario autor de “best-sellers”; que en política pudo ser el niño mimado de los yanquis y los tutumpotes, presidente y rico hasta que se cansara. Pero hace tiempo se inventaron que no volvió a ser presidente porque no “sabía leer la coyuntura”, o porque era “terco” o “idealista”, nombres bonitos que igualan ser coherente y honesto con ser un fracasado en el reino del “dame lo mío” y del “llegué yo”.

Muchas veces se ha hablado del entierro de Juan Bosch en La Vega, dando por sentado que era su “último deseo”. Pero no es cierto. Aunque Juan amaba La Vega, la muerte le importaba un pepino, y menos le preocupaba dónde ser enterrado.

Fue su Carmen quien, sola, con casi 90 años, enfrentó a poderosos que fueron a convencerla de llevarlo al Cristo Redentor, donde ya tenían sitio listo.

Ella no lo permitió, usó su autoridad para que no lo endiosaran ni lo convirtieran en monigote de espectáculos. Se negó también a que usaran su cuerpo en desfiles de exhibición. Tenía que ser como el mismo dijo en 1963: “la democracia tiene que ser humilde”.

No creo en pedir “la paz y el descanso de su alma”. Yo prefiero el alma de Juan sacudiéndose, viva en la lucha por un país justo y libre. No lo quiero en paz ni descansando, sino intranquilo, desvelado en la consciencia de la nación.

Lo imagino abrazándose con Mamá Tingó, asesinada un 1 de noviembre de 1974, y con las Mirabal, que también son noviembre, pero noviembre rebelde, no palabras vacías sobre la violencia de género dichas solo para quedar bien.
Y cierro con esta frase de Juan:

“Nuestra aspiración es que un día, cuando los niños que están empezando hoy a hablar sean hombres viejos y de nosotros no quede sino una cruz sobre una tumba, esos viejos les digan a sus hijos que el compañero Juan vivió y murió pensando cada hora de cada día en servir a su pueblo”.



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