Progreso y decadencia del tiempo

Progreso y decadencia del tiempo

Progreso y decadencia del tiempo

Nunca como ahora el presente había transcurrido tan rápido y de prisa, a una velocidad relampagueante, producto de la aceleración sin precedentes del tiempo.

Apenas conocemos y experimentamos una experiencia sensorial esta se desvanece y disipa con el propio fluir del tiempo.

Esto no ocurría en el pasado, cuando el tiempo corría más despacio. No es que el mundo esté acelerado; es que los hombres de hoy andan más rápido que los del ayer.

El tiempo del pasado conocía el reposo; el tiempo del presente, el movimiento. Así pues, el pasado solo vive en la memoria, que es estática, y solo resucita y vive en el presente temporal.

En efecto, no hay memoria del presente. Experimentamos la decadencia del presente que augura, desde luego, y por esta razón misma, un futuro sombrío. El presente siempre anda de prisa, pero mucho más que en el pasado histórico.

Sucede que el pasado representa la decadencia, y el presente, el progreso material. Y éste siempre tendrá naturalmente más prestigio, pues encarna la presencia y la vida.

El progreso siempre será más brutal, invencible y bárbaro porque simboliza el poder del presente real y el movimiento de la vida misma.

Esa idea del progreso como triunfo del futuro, que conlleva la modernidad, desemboca, en ocasiones, en barbarie, la cual pone en crisis los conceptos de humanidad y de civilización.

Y como bien dijo Walter Benjamín: “En todo acto de civilización siempre hay un acto de barbarie”.

Esta frase aleccionadora cada vez adquiere más vigencia, iluminación y revelación, y constituye a la vez una lección moral de lucidez.

Todas las civilizaciones, en el curso del tiempo y de la historia, han profesado un culto al presente y al futuro, como forma de celebrar el progreso social, al igual que el cristianismo, que calificó el progreso material de fantasía banal.

El culto cristiano no reside en el presente sino en el futuro, donde tiene su morada la idea de la salvación eterna y la “otra vida”.

Por primera vez un siglo vive un presente vertiginoso. Se trata del siglo XXI, donde el hombre, también por vez primera en su historia, deja de vivir en el pasado y en el futuro, y se instala en el presente.

O, como diría Octavio Paz, con un verso reiterativo: en un “presente perpetuo” -leitmotiv de su poema “Viento entero”.

El futuro y el pasado son hoy: hice et nunc. Vivimos como si no hubiera una memoria del pasado, sino una memoria del presente y del futuro, y por tanto, la historia de un presente continuo.

El culto a la tradición es una especie de religión histórica. El hombre se aferra a las tradiciones por temor no al futuro sino al presente, y de ahí que le seduzcan las utopías, pues estas viven en el futuro, aunque las tradiciones hayan caído en un insólito desprestigio, derrotadas por las modas.

Por el agobio del peso de la tradición, el ser humano busca el futuro, donde se refugia. Por consiguiente, el sueño de la pasión engendra utopías; el sueño de la memoria, pare melancolía y angustia.

Pero muchas veces, las utopías se vuelven monstruos, y ahí está la historia para afirmarlo o desmentirlo, con las monstruosidades ejecutadas por el comunismo, el nazismo y el fascismo. Tragedia o comedia, la serpiente de la historia siempre se muerde la cola del tiempo.



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