Pasar el rato contando cuentos

Julio Sánchez Maríñez, harto conocido como educador, experto en educación superior e investigador y asesor en materia de gestión empresarial y liderazgo, acaba de publicar su primer libro de cuentos titulado “Relatos para pasar el rato” (Santo Domingo, Búho, 2018).

Un acierto literario, sin lugar a dudas. Hoy día es, con sobrados méritos, rector del Instituto de Formación Docente Salomé Ureña (Isfodosu), donde, entre otros aportes para mejorar la calidad profesional de los maestros y con ello la calidad de la educación del país, ya deja huellas su pasión por la literatura, con la reedición de los “Clásicos Dominicanos”.

Matar el tiempo ha sido, desde los primeros mitos de la cultura, una de las grandes aventuras y proezas de la humanidad.

De hecho, Huizinga (“Homo ludens”, Madrid, Alianza, 1972) establece que el juego, como actitud lúdica, ociosa del ser humano, antecede al establecimiento de la cultura.

Matar el tiempo es un juego; por cotidiano e imposible. Si emancipación, libertad, orden, igualdad y seguridad constituyen las más importantes promesas incumplidas de la modernidad, la de la muerte del tiempo, la de la suspensión ociosa de su duración ha sido, en efecto, un fraude colosal, una universal historia de la infamia y el desconcierto matizados por los mitos neotribalizados, que conjugan lo arcaico y lo actual, de la cotidianidad posmoderna globalizada.

Para nadie es un secreto que se escribe desde la memoria y la nostalgia; desde los recuerdos que la emoción recupera y que los sentimientos transforman en palabras.

Aun así, si llegara a tratarse de recuerdos futuros, como en César Vallejo, cuya camisa que vistió mañana no ha venido a lavarla su lavandera.

Es en la literatura donde, como espacio creativo, se fracturan las fronteras entre el pasado (un irrecuperable), el presente (un acontecer vibrante que rememora el pasado) y el futuro (un presente presentido, incierto, que hará del presente su pasado por venir). Aquí el tiempo es un amasijo de grietas y suturas entre lo vivido, lo constante y lo que vendrá. De ese magma se nutren la imaginación y la palabra.

En el ámbito de la literatura que se nutre del pensamiento filosófico, y de la filosofía que bebe en los afluentes de las letras, según la evocación de Borges, las narraciones fantásticas, y no necesariamente afines, del propio Borges, Cortazar, Carpentier o García Márquez nos van a reflejar una concepción del tiempo como vuelta atrás o como circularidad y de la nietzscheana muerte de Dios, como caída y delirio de la racionalidad.

El poder de lo simbólico va a subvertir la reciedumbre de la realidad y a desafiar los paradigmas lógicos de la razón.

El estrépito que provoca la relación misteriosa entre el tiempo y el espacio, hechos ambos una suerte de prueba de lo imaginario, es el que se experimenta con la lectura de este conjunto de relatos, en los que el autor rememora, con una precisión fotográfica o cinematográfica, y una economía de palabras que le forjan, como estilo y como creador, en una loable cercanía a narradores de primer orden en Latinoamérica como Rulfo y Bosch.

Descarto, adrede, la entrada en detalles de títulos, tramas, personajes y atmósferas de las piezas, generalmente guiadas por un narrador omnisciente, para que sea el lector el que selle, con su propia lectura, la simbiosis entre autor y lector.

Son, justamente, las impresiones que en mí han despertado desde la primera oración (precisa, irreemplazable, única) los relatos de Sánchez Maríñez, las que advierten acerca de la vitalidad y el tamizado de experiencias que se tejen en cada historia, como si no hubiese fronteras entre la ficción y la realidad.