Ni ojos para ver ni oídos para escuchar

Ni ojos para ver ni oídos para escuchar

Ni ojos para ver ni oídos para escuchar

Roberto Marcallé Abreu

Quien recorre campos, parajes, provincias distantes y pueblos pequeños y medianos del interior, así como los alrededores de las grandes ciudades, podrá corroborar el estado de devastadora pobreza en que se debate una cantidad significativa de dominicanos.

Por supuesto, eso no es lo que plantean las estadísticas, donde se nos habla de un crecimiento de la economía de un 4.6, luego de una década promediando cifras realmente extraordinarias.

Sectores muy encumbrados son los beneficiarios exclusivos de esos porcentajes. El pueblo se encuentra al margen.

Vivimos sometidos al acoso sistemático de una propaganda que procura describir un panorama paradisíaco en el que “todo está bien” y “el país progresa de manera incontenible”.

Sí, repito, para aquellos privilegiados acostumbrados a disfrutar de las mieles del poder y del dinero.

La prensa escrita, las redes sociales, las noticias de radio y televisión, los columnistas y analistas objetivos e imparciales y la vida misma nos proporcionan una realidad diferente. Resulta evidente que la República Dominicana ha ido despeñándose en las últimas décadas por un peligroso estado de desorden social que parece irrefrenable.
El crimen desborda todo lo previsible. La inseguridad es omnipresente.

El costo de la vida se ha disparado a niveles intolerables. Comunidades y barrios agonizan en un estado de total abandono. Nada parece funcionar.

Los ingenieros se quejan de las deudas descomunales de un cliente, el Gobierno, que ni paga ni les hace caso. Igual que los suplidores de alimentos para la llamada “tanda extendida” escolar que se encuentran al borde de la quiebra. Maestros, médicos, enfermeras, se van a la huelga porque no se cumplen los acuerdos.

Los hospitales no funcionan. Muchas personas, en las ciudades y los campos, viven en los límites de la desesperación.

En sus rostros arrugados, sin dientes, la piel dañada y sus ropas desgastadas se evidencia la pobreza, la tristeza, el descuido, la miseria rampante.

No extrañan los muchos episodios de violencia gratuita, de confrontaciones inexplicables, de suicidios, de locura que colman los espacios de las noticias televisadas.

Bancos e instituciones financieras no soslayan su preocupación ante los miles de vehículos incautados por atrasos en los pagos. Los anuncios de “venta en pública subasta” de propiedades y enseres hogareños y de pequeños negocios se incrementan. La cifra de apartamentos, casas, fincas, muebles que han corrido tan amargo destino no arroja duda alguna de que vivimos en un estado de crisis social.

Gente desaprensiva, aprovechándose de la situación reinante, lanza en las calles de Guerra un desecho que provoca graves daños a los seres humanos.

Se procura vender terrenos de un antiguo central azucarero a precio vil donde viven cientos de personas en Haina.

Calles, puentes, escuelas, caminos vecinales, vías de comunicación se encuentran en todo el país al nivel de colapso.

El costo de la vida alcanza niveles insoportables.
Esa es la República Dominicana de aquí y de ahora. Millones de haitianos ilegales contribuyen a colapsar los servicios públicos, el empleo, el orden citadino.

El disgusto ciudadano por esta presencia indeseable amenaza con situaciones imprevisibles y quizás incontrolables.

Mientras, las autoridades permanecen en silencio, muy dedicadas al festivo encuentro de Davos y la problemática venezolana. Todo está bien, la vida sigue igual… Días muy complicados y difíciles se aproximan. Como afirma la vieja sentencia, que Dios nos coja confesados.



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