¿Morirá la poesía?

¿Morirá la poesía?

¿Morirá la poesía?

José Mármol

Poesía es, le dice Mallory (Julliette Lewis) a Mickey Knox (Woody Harrelson), salir a enfrentar a los policías en medio del motín en la cárcel, y bajo una lluvia de balas morir y llegar a ser realmente libres.

Es la escena de la película satírica de 1994, “Asesinos por naturaleza” (Natural Born Killers), dirigida por Oliver Stone.

El guion es de Quentin Tarantino, David Veloz, Richard Rutowsky y el propio Stone.

Parece contradictorio que se defina la poesía como un episodio de incontrolable violencia en un diálogo de una película que trata de reflejar la insania de la sociedad consumista y la degradación y perversidad de los medios de comunicación, que se regodean en difundir la violencia y lucrarse con sus víctimas.

La poesía, como expresión simbólica de los sistemas de representación y de saber-poder de una época y de una cultura, se vuelve parte del conjunto de referentes identitarios que nos son asignados.

Para liberarla de esas amarras que le imponen los micro y subpoderes incardinados en su tejido discursivo y su modo de articulación con otros saberes estéticos y racionales hay que crear una concepción nueva del poema, una nueva forma de escritura y de lectura que ponga en entredicho, que siembre la duda sobre todo lo establecido.

De lo contrario, asistiríamos a su entierro.

En el Manifiesto del surrealismo de 1924, André Breton sustenta que “La poesía lleva en sí la perfecta compensación de las miserias que padecemos.

Y también puede actuar como ordenadora, por poco que uno se preocupe, bajo los efectos de una decepción menos íntima, de tomársela a lo trágico. ¡Se acercan los tiempos en que la poesía decretará la muerte del dinero, y ella sola romperá el pan del cielo para la tierra!” (Guadarrama, 1969, p.35).

Entre esa afirmación y el llamado a que nos preocupemos solo de “practicar” la poesía, contra la deriva materialista de la economía, sociedad y cultura de Occidente después de los años veinte, las palabras de Breton se quedan en el ámbito de una quimera.

La poesía persiste en su supervivencia inútil o precaria. Inútil, aunque paradójicamente necesaria, porque ni el desarrollo económico ni los adelantos científicos y tecnológicos ni la orgía o el tsunami del orden digital podrán despojar al espíritu y a la cultura del hálito enternecedor o terrible de la presencia o sospecha de la poesía.

Sin embargo, esa persistencia es agónica. T. W. Adorno consideró un acto de barbarie que se escribiera poesía después del horror del Holocausto y de los crematorios de Auschwitz; cuando la poesía y el arte alimentaron a miles de sobrevivientes.

El chileno Raúl Zurita afirmó en una entrevista que la poesía es “la primera respuesta frente a la verdad inconcebible que es la muerte” (Perfil, 30 de abril de 2017). Por su parte, el granadino Luis García Montero, en su poema en prosa Balada en la muerte de la poesía (Visor, 2016), hace decir a la moderna televisión informativa: “La poesía ha muerto, es una noticia”.

Y aunque la hora del entierro es un interrogante sin respuesta, el velatorio de la poesía habría de ser “una tristeza común, una incredulidad compartida”.

A esa muerte de la poesía, efecto colateral de la globalización, y la pérdida de vínculos humanos como uno de sus peores malestares, le sigue la desaparición de sus aedas conjurados, las grandes voces, en el espejo del silencio.

La sensibilidad y el lenguaje sucumben ante la supremacía del cálculo, del dato, la aceleración, el consumismo y la caducidad. La soledad posmoderna nos ha robado la palabra. ¿Morirá la poesía, como ha muerto la memoria? Poesía es libertad.



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