Modernidad y posmodernidad

Antes que pretender fijar orígenes, o bien, sumarse a la polémica, a veces demasiado estéril, entre los que ven como extremos opuestos la modernidad y la posmodernidad; antes que hacer filas a la espera de encontrar definiciones sentenciosas o apodícticas de una u otra, habría que convenir una relación de oren dialéctico, al menos en la necesidad de situar la modernidad en términos históricos, económicos, culturales y sociales, así como ver en la posmodernidad un proceso evolutivo en el que, sin que se establezcan líneas fronterizas rígidas, la segunda, por el contrario, acentúa los rasgos autocríticos y de autoafirmación temporal de la primera.

Desde este modo de enfoque del problema, resulta válida una muy temprana, porque data de 1976, acepción de Zygmunt Bauman (2012) acerca de la modernidad, que aproxima a su consideración del socialismo como una utopía activa y como la más prominente expresión de la construcción intelectual o utópica de un orden social.

Sustenta, como un hecho muy sabido, que la modernidad es un fenómeno multifacético, el cual se resiste denodadamente a las definiciones de pretensiones tajantes.

Prevalece, pues, una aceptación general de que el fenómeno de la modernidad está íntimamente relacionado con la revolución tecnológica; también, en la óptica del pensador polaco, con el drástico crecimiento en espesor de la esfera intermediaria artificial extendida entre el ser humano y la naturaleza, con frecuencia presentada como dramático fortalecimiento del ascendiente humano sobre el orbe natural.

Hay, en consecuencia, que librarse del equívoco de fechar taxativamente la modernidad y presentarla como un reducto de lo que antecede a la posmodernidad.

Se trata, más bien, de situarla como acontecimiento socioeconómico y cultural en el que el individuo y los procesos históricos mismos experimentan transformaciones relevantes. No hay contenidos antagónicos entre la modernidad y la posmodernidad.

Muy por el contrario, sus fronteras analíticas unen, antes que separar. El presente se mezcla, en términos de recursos y fundamentos, con el pasado; lo arcaico presume de proyección y latencia del porvenir.

Al subrayar lo confusa, incoherente y contradictoria que es la vida real, contrario a ciertas aproximaciones teóricas que procuran reducirla a un sentido rayano en lo evidente, simple y hasta predecible, Bauman (2014) sustenta, en un ensayo de 1992, que no vivimos en un mundo pre-moderno, moderno o posmoderno.

Ve en esos tres mundos idealizaciones abstractas de aspectos mutuamente incoherentes del proceso vital. No se trata, pues, de compartimientos estancos, sino más bien, de “estrategias de vida”, sobre todo, en lo que atiene a la modernidad y la posmodernidad, que, en los tiempos actuales, antes que fronteras, nos presentan simultaneidades.

Así es como, por ejemplo, en lo atinente a construcciones culturales basadas en ideas, creencias y usos sociales como son la mortalidad y la inmortalidad, desde el horizonte de miras de la modernidad se trata de deconstruir la mortalidad, en lucha constante contra amenazas como las enfermedades, en tanto que en la estrategia vital posmoderna lo que se persigue deconstruir es la inmortalidad, al pretender, insiste Bauman, sustituir la memoria histórica por la notoriedad y la muerte por la desaparición irreversible, con lo que la vida es transformada en un continuo ejercicio cotidiano en torno a la mortalidad de las cosas, borrando, como resultado, la oposición entre lo transitorio y lo duradero.

Esa oposición entre lo transitorio, como rasgo de la posmodernidad, y lo presumiblemente duradero, en tanto que tipicidad de la modernidad, va a ser determinante en la comprensión de la vida actual, que simultáneamente nos muestra gigantescos avances tecnológicos y la supervivencia de la fuerza motriz animal o humana.

Modernidad y posmodernidad danzan la balada ambigua y paradójica de la historia.