Lo que una madre soñó

Lo que una madre soñó

Lo que una madre soñó

José Mármol

Cuando en muchos hogares se esté celebrando, el próximo fin de semana, el Día de las Madres, uno de los pocos cuya base de espiritualidad, pureza y reconocimiento auténtico no ha podido ser borrad del todo por el síndrome consumista que nos empuja al delirio, yo estaré, junto a los míos y como otras tantas familias de nuestra sociedad, colocando un ramo de flores en la tumba en que, junto a su amado esposo y padre singular, reposan en paz los restos de mi madre.

Será un momento especial de veneración y recordación de una mujer y un hombre humildes, que optaron por la sencillez y el sacrificio, la honestidad y la laboriosidad, la fe y la esperanza en aras de sobreponerse a la pobreza y echar adelante, por medio de la educación formal y el cultivo del don de gente, a un puñado de muchachas y muchachos que tuvieron que escuchar, por fortuna y miles de veces, que no habría mejor herencia en nuestra familia que un hogar colmado de amor, solidaridad y respeto, una formación espiritual moldeada por principios éticos y valores morales, y una carrera profesional que nos permitiera trabajar y vivir con dignidad, que sería, después de todo, el bien inmaterial más valioso en cada uno de nosotros como personas.

La unidad familiar, atada al lema “la sangre pesa más que el agua”, habría de ser el eje transversal de una educación de hogar en la que la sabiduría de la naturaleza y la memoria de la vida simple rebasaban el conocimiento contenido en unos libros que fueron llegando grado a grado, que no podían ser rayados ni garabateados, que había que cuidar como tesoros, porque tenían que ser traspasados de mayores a menores, en la faena de una íntima economía de escalas sustentada, más por la fuerza de la esperanza, que por la factibilidad material.

Recordé estas y otras imborrables enseñanzas de nuestros padres mientras participaba, en orgullosa condición de padrino, de la graduación de la segunda carrera profesional de mi hermana Angelita, que sumó la psicología a su primera condición de odontóloga, en una tercera edad prodigiosa, alcanzando el honor SummaCumlaude, la distinción más alta de su promoción, por lo que fue escogida responsable del discurso de agradecimiento de los graduandos a sus distinguidos profesores de la UTE.

Al escucharla sentía que nuestros padres la contemplaban, que veían en ella la concreción de sus grandes anhelos. Mi hermana habló, como es, con ternura y firmeza a la vez.

Resaltó las virtudes del modelo andragógicoo de educación de adultos en base a competencias y reconoció la entrega de los facilitadores.

Hizo un enérgico llamado, en el sentido de que el mayor reto de su promoción “es mantenernos vigilantes en una sociedad que se encuentra en un momento de vulnerabilidad social, política y económica; una sociedad que exige cambios, en los que predominen la responsabilidad, la ética y la moral firmes, en procura de preservar la integridad física y psicológica de nuestra ciudadanía, y del funcionamiento eficaz de las instituciones, que nos permita convivir en una sociedad democrática, segura y confiable”.

Aclamó por una sociedad más justa y más equitativa, en la que flagelos vergonzosos como la violencia de género (a resultas del machismo irracional), los feminicidios, los matrimonios de hombres adultos con niñas y la discriminación de la mujer, en términos de oportunidades profesionales y sociales, alcancen prontamente la condición de fósiles de una cultura superada.

Mi hermana dijo tantas cosas hermosas, que en su voz confundí, de momento, la suave voz amorosa de nuestra madre.



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