Lejanía e intimidad de la muerte

Lejanía e intimidad de la muerte

Lejanía e intimidad de la muerte

José Mármol

Otro de los fracasos de la modernidad y la subsecuente modernidad tardía o posmodernidad consiste en no enseñar al individuo a disfrutar lo que Aristóteles llamó “la buena vida”, conformándose con su negación, que es “la mera vida”, por cuanto la mayor parte de su tiempo está dedicado a la acumulación histérica de dinero y bienes materiales, en base a la ilusión banal de que más capital garantizará más poder contra la muerte.

La pulsión acumulativa de riqueza material crea en el sujeto la engañosa ilusión de que va acrecentando un tiempo infinito. Atado a la lógica sutil e invisible de la autoexplotación, para poder celebrar el culto del consumismo delirante, el individuo contemporáneo se asfixia obscenamente en la mera vida y posterga, hasta que lo sorprende la muerte, la oportunidad de la buena vida.

La obsesiva carrera contra la muerte, capaz de distraernos del auténtico sentido de vivir, y también, mímesis de la insaciable lucha por crecer y acumular asuntos materiales tiene su fundamento en la mitificación que la modernidad misma construyó del natural acto de morir, ante cuya devastación espiritual la religiosidad poco ha podido paliar.

Muchas veces, no es el amor a Dios, por su “infinita e imperecedera hermosura”, como escribió el poeta persa sufí Attar, lo que nos invita a procurar la salvación del alma, sino, el burdo temor a la muerte.

Se nos inculca una concepción lejana de la muerte, porque lo imperante es la compulsión por la acumulación per se, con lo cual, de alguna manera, y llegado el instante de morir, habremos garantizado presumiblemente nuestra redención. Así, tener como forma degenerada de ser opera como un medio contra la probabilidad de perecer.

Esta es la ilusión que creamos al alienarnos en la carrera por acumular dejando de lado la buena vida, en cuya conciencia la muerte se percibe como algo tan natural como el vivir. John Lennon escribió, en guiño de incertidumbre, que la vida es aquello que ocurre mientras se va planificando. La muerte, en cambio, es la certeza absoluta.

Duele ver la partida definitiva de un ser querido. Pero, Sigmund Freud (1915) adujo, desde el latín, seguido por Byung-Chul Han (2016), “Si quieres conservar la paz, prepárate para la guerra (…) Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte”.

Deberíamos estar mejor equipados espiritualmente para lidiar con la inevitabilidad de morir. No es precisamente esa la tendencia de la sociedad actual.

Por el contrario, la ciencia ensaya con la prolongación aritmética del promedio de vida y con experimentos biogenéticos de clonación animal.

El lenguaje sagrado, en especial el fundamentalista, no cesa en ofrecer a sus fieles cambiar la mera vida por la muerte suicida y llegar ipso facto a la eternidad.

La propaganda del individualismo rampante, como producto de la fragmentación y atomización del tejido social, nos invita mediante el bombardeo constante de la comunicación digital a concentrarnos en nuestro cuerpo como el mayor atributo de nuestro propio yo.

El cuerpo es oro y tesoro.

El culto devocional se inclina al capital acumulativo de la salud, para lo cual debemos, sin demora, adscribirnos al fitness y su espectacularidad exhibicionista, como fórmula viable para contrarrestar la futura muerte.

No está mal el ideal de tener un cuerpo saludable en armonía con una mente sana.

Lo impropio es creer que con ello alejamos la intimidad de la muerte, por un lado, y por el otro, hacer del cuerpo un templo tal que supere toda teología y finalidad. El fitness por sí mismo es una gratuidad, mera acumulación narcisista de belleza ficticiamente inmortal. Polvo serás.



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