La vez que vi personalmente a Mao

La vez que vi personalmente a Mao

La vez que vi personalmente a Mao

Rafael Chaljub Mejìa

1967. Ah, que tiempos aquellos. Los de la guerra popular y la gran revolución cultural proletaria, los del Mcarthismo yanki y la Guerra Fría.

Era yo uno de los enviados por el Catorce de Junio a estudiar en una academia político militar del sur de China.

Durante mi estancia de cerca de seis meses, tuve la suerte, para ese tiempo todo un privilegio, de ser llevado junto a mis compañeros y numerosos visitantes internacionales al Palacio del Pueblo, en una de las márgenes de la Plaza Tien an Men en Pekín.ç
Era el tres de octubre, dos días después de la fiesta nacional de China. Lo he relatado en otra oportunidad, pero talvez no esté de más repetir la historia.

Tras una breve pero impaciente espera, entró al salón el presidente Mao, acompañado de la plana mayor del Partido Comunista de China.

Vestido de traje gris a la moda china, con la apariencia propia de un hombre de 74 años, la mano levantada en señal de saludo, una muy leve expresión de simpatía era lo único que modificaba el aspecto casi hierático de aquel rostro omnipresente en todos los rincones de su patria.

Detrás del Timonel y en orden inmancable, Lin Piao, mariscal del Ejército Popular de Liberación y ministro de Defensa de la República Popular China; pequeño, delgado, uniformado de verde olivo, su gorra de soldado y con el librito rojo levantado en señal de saludo; Chou En-Lai, con su inevitable sonrisa diplomática y su figura agradable; Kang Shen, reputado teórico del marxismo, de aspecto apacible y despejado; Chen Po Ta, gordo, con lentes de aumento, también en uniforme militar; y Chiang Ching, la elegante y altiva esposa de Mao, también de uniforme, lucía en su gorra la legendaria estrella roja del soldado chino.

Estallaron aplausos y vivas en todos los idiomas. Mao caminó lentamente por el salón, pasó junto a nosotros, teníamos la instrucción terminante de no movernos y parece que todos los visitantes tenían la misma recomendación.

Solo un camarada uruguayo avanzó unos pasos audazmente y estrechó la mano que conducía el país más poblado del mundo.

El único afortunado. Casi enseguida, el líder que llegó a la sala entre vítores y aplausos, se retiró, poniendo fin a aquel encuentro casi impersonal pero inolvidable y que nunca más volvería a repetirse.



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