La peligrosidad del retroceso

La peligrosidad del retroceso

La peligrosidad del retroceso

La Constitución es el instrumento político-jurídico de carácter normativo que regula y protege la vida y los bienes de las personas. Ella consagra y garantiza los derechos humanos fundamentales y del ciudadano, define sus deberes y obligaciones, determina y limita los poderes del Estado, estableciendo sus funciones básicas, orientados hacia el bienestar general  y progreso de la sociedad.

Siendo así  todo acto, cualquier acto, procedente de cualquier órgano o persona, no importa su condición o  investidura, que violente la Constitución y sea atentatorio de los derechos individuales o colectivos del ciudadano,  puede ser legítimamente impugnado en nombre propio o de la colectividad a la que pertenece, pudiendo el mismo  ser anulado por la vía procedente en caso de ser comprobada su violación, conforme con el procedimiento legal establecido.

El ejercicio de este derecho natural  por parte interesada como  el principio de la supremacía de la Constitución están claramente consagrados en los artículos 2 y 46, respectivamente,  que orientan su aplicación  establecido expresamente en el artículo 67, in fine, de la Constitución que  pretende ser reformada por una nueva, moderna, progresista, revolucionaria, según sus apologistas, siendo todo lo contrario.

Contraria a lo dispuesto en el artículo 2 que declara y reconoce que la soberanía nacional pertenece al pueblo “de quien emanan todos los poderes del Estado”, y con lo dispuesto en el artículo 46 de nuestra Carta Magna que declara, radicalmente: “son nulos de pleno derecho toda ley, decreto, resolución, reglamento o acto contrario a esta Constitución, esta llamada reforma constriñe y limita el ejercicio de este derecho.

Las cosas andaban bien y muy bien al aprobarse la reforma del 1994, consolidándose,  jurisprudencialmente, las dos categorías jurídicas orientadas por sendos principios: a) se entendía perfectamente al artículo 67, in fine, referirse a la violación de la ley,  quedaba explícito, que el concepto abarcaba todas las demás disposiciones  con fuerza legal emanada de los poderes públicos, llámese ley, en su sentido estricto, como también  decreto, resolución,  reglamento o  cualquier acto que, en modo alguno podía estar por encima de la Constitución,  violentándola impunemente. 

b) Por otra parte,  quedaba igualmente bien claro que cuando el citado artículo se refería a quienes podían formular una acción en inconstitucionalidad, además del Presidente de la República y los presidentes de sendas cámaras legislativas, dicha facultad quedaba  reservaba también a toda “parte interesada”, sin mayores exigencias.

Hasta el sonado y  lamentable caso de la Sun Land, se sobreentendía por parte interesada toda persona física o moral que, no estando privado de sus derechos constitucionales por alguna condena, podía ejercer esa facultad en nombre propio o de una comunidad afectada  por la norma constitucional violada o desconocida, sin necesidad de justificar la legitimidad de su reclamo.   

Aquella complaciente decisión, dos veces mala, política y jurídicamente hablando, le costó gran parte del prestigio ganado por la Suprema Corte, dio pie a que mediante el convenio de los líderes de las parcelas políticas que gobiernan el país, la Asamblea Nacional ilegítima,  urgida  por los acuerdos y lineamientos de sus jefes atente contra ese derecho del soberano  reservando la acción sólo al Presidente de la República y los Presidentes de las colegiaturas y, en el mejor de los casos, condicionando al soberano a que demuestre la legitimidad de su acción, lo que no se le exige a sus representantes.

En otras palabras, el derecho natural del pueblo es castrado y sometido para beneficiar a  los detentadores de poderes delegados por aquel. Las leyes, los decretos, los reglamentos y demás disposiciones hechas por quienes  gobiernan  la nación, no pueden se objetadas por  el pueblo a nombre de quien se legisla.  O sea, se pretende conferirles a sus “representantes” el poder de hacer y deshacer lo que le venga en gana, sin sanción judicial,  impunemente.

¿Para qué entonces sirve esta Constitución, que no es mía? Para que un tribunal o una sala de garantías constitucionales? ¿Para exhibirlo como el Metro, muestra de la pujante  modernidad y del progreso que como país nos gastamos?



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