La Guerra de Restauración: Lecciones de ayer para hoy y siempre

Pocos pueblos del mundo como el dominicano han tenido que luchar tanto y en condiciones tan desventajosas y adversas en aras de la preservación de su dignidad  y su decoro. Y es por ello que en todo momento y circunstancia, pero más aún en las fechas señaladas de nuestras grandes efemérides, es preciso volver la mirada reposada y penetrante por los surcos de nuestro devenir patrio a fines de extraer las saludables lecciones que fortifiquen nuestra conciencia colectiva. La libertad de los pueblos no es un bien inmutable ni un regalo.

Razón llevaba el gran Eugenio María de Hostos cuando, precisamente, en un hermoso escrito dedicado a la Restauración de la República en agosto de 1884, afirmaba que: “…los pueblos deben consagrar sus grandes días a lo que deben los individuos consagrar sus natalicios; no tanto a regocijarse, cuanto a examinarse; no tanto a enorgullecerse, cuanto a estimularse; no tanto a hincharse de vanidad, cuanto a robustecer su conciencia”.

El célebre “Grito de Capotillo” del 16 de agosto de 1863 fue la expresión de la creciente conciencia del pueblo dominicano respecto de  su vocación de autodeterminación; la más cabal expresión de que el ideal Duartiano no había muerto, siendo retomado por Luperón, Cabrera, Monción, Salcedo, Polanco y tantos otros valientes, muchos de ellos anónimos, que entregaron su sangre en pos de la recuperación de nuestra soberanía mancillada.

Muchos intelectuales e historiadores dominicanos (Peña Batlle, Goico Castro, Rodríguez Demorizi, entre otros), en enjundiosas reflexiones han pretendido explicar las razones que llevaron a Pedro Santana a cometer el crimen de la anexión, sobresaliendo entre tales explicaciones  el hecho del miedo que inspiraba a aquel la posibilidad de que nuevamente pudiéramos caer bajo el poder de Haití que durante 22 años ocupó inconsultamente nuestro territorio y que durante los primeros 17 años de nuestra vida independiente no cesó de acosarnos militarmente, con un ejército más poderoso y entrenado,  con tal de recuperar la posesión del mismo.

Nada, empero, justifica tan deplorable acto de vacilación y falta de fe en el destino patrio como lo fue la entrega de nuestra soberanía al imperio español mediante la proclama del 18 de marzo de 1861. Durante los 17 años de acoso haitiano,  al nacer la República, el pueblo dominicano demostró en sucesivas manifestaciones de valentía, que a pesar de ser militarmente más débil, nada detendría ya su amor a la independencia sembrado en lo más hondo de su ser por Duarte y los Trinitarios.

Si alguien tuvo conciencia de que no sería fácil la lucha por la defensa de nuestra libertad lo fue, precisamente, Juan Pablo Duarte, como lo hizo manifiesto en su carta del 7 de marzo de 1865 al entonces Ministro de Relaciones Exteriores : “…visto el sesgo que por una parte toma la política franco-española, y por otra la anglo-americana, y por otra la importancia que en sí posee nuestra Isla para el desarrollo de los planes ulteriores de todas cuatro Potencias, no deberemos extrañar que un día vean en ella fuerzas de cada una de ellas peleado por lo que no es suyo. Entonces podrá haber necios que por imprevisión o cobardía, ambición o perversidad, correrán a ocultar su ignominia a la sombra de esta o aquella extraña bandera; y como llegado el caso no habrá un solo dominicano que pueda decir: yo soy neutral, sino tendrá cada uno que pronunciarse contra o por la Patria, es bien que yo os diga desde ahora, más que sea repitiéndome,  que por desesperada que sea la causa de mi Patria, siempre será la causa del honor, y que siempre estaré dispuesto a honrar su enseña con mi sangre”.

Y esta postura invariable no fue en Duarte mero discurso. Cuando, precisamente, en marzo de 1864 retorna a la patria desde Venezuela, después de larga ausencia, lo hace, como un simple soldado más, dispuesto a sacrificar su último aliento con tal de restaurarla.

En lucha tan terrible y desigual contra el poderío español, a precio de sangre, sudor y lágrimas recuperó el pueblo dominicano su preciosa libertad. La misma que tuvo que continuar defendiendo sin tregua frente a las ambiciones entreguistas de Báez, las incursiones imperiales norteamericanas  (en dos ocasiones durante el siglo XX  en 1916 y 1965)  y las tendrá que continuar defendiendo siempre, aunque con otras formas y métodos.

El tiempo no se detiene y la historia es dinámica. Y muchas son hoy las amenazas internas y externas a nuestra soberanía. Muchas son  las cosas, pero especialmente, muchos son los valores que precisan sin dilación ser restaurados: la fe, la confianza, la rectitud en el proceder privado y público; el compromiso cívico con la defensa de las causas de interés colectivo; la tolerancia, el respeto, el amor al trabajo, la honradez y la decencia,

Y es por todo lo dicho y tantas otras razones históricas, que cada 16 de agosto, citando nuevamente a Hostos, “será una nueva prueba de nuestra capacidad de restaurar”.