Imbert, el héroe

Imbert, el héroe

Imbert, el héroe

Antonio Imbert Barrera, último de los grandes protagonistas del 61, el 63 y el 65, ha partido físicamente en estos días. En los últimos cinco años estuvo, sin embargo, ausente.

La revolución social, política y cultural puesta a caminar con la sangre del 30 de mayo del 61 tuvo mucho de espontánea, pero a pesar de esta particularidad, el acto heroico y personal en el que participó en primera fila, al decapitar a un gobernante absoluto, provocó una ola que lo arropó todo: industria, bancos, empresas comerciales, medios de comunicación, importaciones, exportaciones, empresas estatales, universidades, partidos políticos, Estado y cuantas iniciativas les habían sido vedadas a la clase media baja, profesional, media alta y alta.

Entre los experimentos del 61 estuvo el de la democracia, no sólo porque era una imposición foránea, sino porque los nuevos líderes la necesitaban para colocarse en el lado opuesto del trujillato y porque lustraba su imagen. Pero este sistema de gobierno les resultó desconcertante en sus aspectos práctico e ideológico. Cuando la naciente revolución se sintió amenazada por el gobierno salido de las urnas —y, como consecuencia, por una administración parida por la emoción popular—, lo tumbó. Entre los golpistas estuvo Imbert Barrera, primero, porque era héroe (para nada místico ni etéreo, sino de carne y huesos) y, segundo, porque era parte de la clase social que había inflado el pecho tras la salida de los Trujillo.

La revolución que siguió al magnicidio fue un proceso clasista; el golpe del 63 también lo fue, como lo fue el experimento fallido de gobierno que le siguió, el cual, al fracasar, consolidó la veta emocional yugulada el 21 de diciembre del 63 en Las Manaclas. Sobre ese filón emocional se articuló el golpe del 65 y sobre las emociones desbordadas se asomó una segunda revolución (clasista como la primera, pero de corte popular).

El fracaso del estallido del 24 de abril consolidó sobre nuevas bases la desalentada revolución del 61, que acogió a nuevos huéspedes y tuvo que moderar sus apetitos durante trece años, doce de ellos bajo la administración de Joaquín Balaguer, trujillista de pura cepa, vapuleado en enero del 62 y enviado al exilio.

En el 65 Imbert fue héroe por tercera vez para la clase social de la que emanaba su conciencia, pero en la ocasión se irguió para evitar el desborde popular, que de haberse impuesto no hubiera dejado títere con cabeza. Todos hubieran caído, incluidos Juan Bosch, José Francisco Peña Gómez, Francisco Caamaño y Rafael Tomás Fernández Domínguez. Ni qué decir de los que hoy mandan, sin la necesidad de gobernar, sobre la sociedad dominicana.

Imbert era parte de la clase media de su época, acaso algo más, y en el ámbito de los intereses de esa clase actuó desde antes de 1961 hasta cuando le duró la consciencia.

Hoy una discusión de sus méritos tiene lugar en algunos sectores de la clase media profesional sobre la base de su participación en el golpe del 63 y en el Gobierno de Reconstrucción Nacional del 65. Con los héroes no hay que estar de acuerdo, pero el regateo de los méritos le parece a El escribidor una mezquindad.

Si no pueden ser aceptados debido a un resentimiento de clase, la lógica siempre estará allí como lo que es: patrimonio de la cultura general. Usémosla.

Ha muerto el hombre. El héroe, en cambio, vive… inclusive en el rencor.



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