Hillary Clinton y el mal menor

Matías Bosch, primer vicepresidente

¿Cuál es el significado de Hillary Clinton para el pueblo de Haití, convertido en colonia de los arroceros del Norte, fuente de finanzas para la Fundación Clinton, víctima de manipulaciones electorales en la que ella ha sido confesa protagonista, a través de sus emails?

¿Cuál es la virtud de Hillary Clinton para el pueblo de Libia, sobre el que cayó, con la excusa de «acciones preventivas», una guerra brutal y sanguinaria; con el líder de ese país sodomizado y linchado, provocando las risas de Clinton ante las cámaras de televisión?

¿Cuáles son los valores de Hillary Clinton para el pueblo de Honduras, que vivió el golpe de Estado de 2009 y la imposición de un régimen de asesinatos de periodistas, activistas…hechos en los cuales Clinton confiesa activa participación en su libro de memorias?

¿Qué decirle de la senadora y secretaria de Estado Hillary Clinton al pueblo de Estados Unidos? Ese pueblo que vio en Obama grandes esperanzas diluídas en el mayor rescate bancario de la Historia (superior al hecho por Bush Jr.), la destrucción de decenas de miles de empleos industriales, la bancarrota del «sueño americano» basado en salarios dignos y seguridad social; y la continuación de las guerras de Bush Jr. y sus políticas de «seguridad» que han costado ya a ese pueblo 4.79 millones de millones de dólares, mientras se deteriora la salud pública, la educación pública, y el famoso Obama-care es el remedio de salud en un concurso macabro donde solo el más pobre entre los pobres de la lista gana algo de atención, protegiendo amigable y obedientemente al gran mercado del aseguramiento privado, megacorporaciones con poder gigantesco.

¿Qué decimos a los pueblos a los cuales se nos impone la globalización de los de arriba contra los de abajo, con la Alianza del Pacífico, el TPP y el TIPP?

En fin…¿Dónde se raya el límite entre el conservadurismo de Hillary Clinton y todo lo que ella encarna, y el de las despreciables posiciones reaccionarias de Donald Trump?

En realidad, tenemos al menos un recurso: de Trump sabemos todo lo abusivo que ha hecho en su vida privada y de magnate. Pero de Hillary tenemos ya suficientes datos de lo que es capaz de hacer con 25 años entronizada en la élite política norteamericana.

Y cualquiera que desease informarme mínima y seriamente en sus apariciones en los debates presidenciales recién pasados, solo tenía que haberse detenido a escuchar sus «ideas» sobre la política económica y la política exterior: sencillamente para el neoliberamismo progresista de Hillary Clinton la destrucción del empleo y los derechos sociales iniciados con Reagan no existen en el debate (de hecho exaltó a Reagan); y en lo exterior, ha repetido una y otra vez la gran tesis del «excepcionalismo» norteamericano. Pero, curiosamente, eso no ha pasado al terreno de atención de analistas.

Nada de esto es extraño: a la República Dominicana la han invadido dos veces para imponerles dictaduras económico-militares, ambas bajo presidentes demócratas en Estados Unidos.

Mientras tanto, la pregunta para los latinoamericanos no es por quién votar. Nosotros no votamos. Mucho menos si respetamos la democracia (ahora eso faltaría achacarnos). Tampoco vale la pregunta de si no nos importa quién gane…Claro que nos importa: estamos hablando de un abusador-explotador-fundamentalista y de una genocida-corrupta y leal de Wall Street.

Es cierto: no existen ni existirán candidatos perfectos, ni tenemos que pensar igual. Mucho menos actuar con el fundamentalismo que aborrecemos en otros. Mal que mal, Raúl Castro y Barack Obama se han podido sentar a conversar fuera de todo pronóstico. Si Hillary Clinton quisiera conversar así, habría que sentarse con ella, pacífica y seriamente.

Pero eso no puede llevarnos a perder de vista una radiografía realista y crítica, frente a la reducción de todo debate sobre las realidades del pueblo norteamericano y del mundo, ante las cuales tanto Trump como Hillary callan, partícipes de un bloque de poder con fricciones internas, pero poder al fin y al cabo.

Lo interesante para los latinoamericanos y progresistas, creo, es la necesidad de romper y superar el nuevo gran esfuerzo por situarnos en política internacional como ha menudo nos sitúan en política nacional: el escenario de «elegir el mal menor», o, combinado, la manipulación de las identidades, las emociones, los dolores, como ayer pasó con Obama y hoy sucede con Hillary.

En realidad, en la hegemonía neoliberal, en que 28 empresas financieras manejan más recursos que el PIB total del planeta, la democracia se ha reducido a una «democracia de mínimos» o «democracias de baja intensidad». Se trata de elegir representantes que no representan, sometidos a casi ningún escrutinio, y cuyos verdaderos compromisos no están establecidos con los ciudadanos sino con poderes que están al margen del ritual electoral y deliberan en espacios fuera de la política. Es el vaciamiento, de hecho, de la política como actividad de toma de decisiones nacionales a partir de voluntades mayoritarias y contrapesos transparentes y legítimos.

En una política así,vaciada, se construyen «relatos» por sobre la Historia; el personal-branding y marketing por sobre las luchas y sacrificios de vida. Los programas de campaña por sobre los intereses y compromisos reales. Es la panacea de los comunicólogos.

En democracias restringidas, los intereses de los mandantes formales (los ciudadanos) son desplazados por aquello que en Estados Unidos llaman «gobierno permanente».

Desde aquel Kennedy que inició la invasión a Vietnam hasta aquí, en Estados Unidos entonces se vive bajo el dilema de, dando por sentado el «gobierno permanente» y las cosas que NUNCA van a cambiar, cuál candidato es el menos malo, cuál más «sensible» o menos «duro».

En Chile, en República Dominicana, en España, como en Estados Unidos, los neoliberales progres han usado muy a su favor esta democracia mínima: en lugar de convencer con propuestas transformadoras, de tender puentes con el movimiento social y político más de avanzada, llevan a lo menos 30 años asustando a las gentes con los «pavores» de la derecha recalcitrante, o con el oponente «terrorífico», imponiendo la única salida de políticas de «consenso» para «evitar la vuelta de los gorilas» o del «caos»… cuando han resultado ser ellos mismos los mejores administradores y los que han dado gobernabilidad efectiva al período de mayor degradación de la dignidad de los trabajadores, los ciudadanos y ciudadanas, y los pueblos en general.

En resumen, el dilema de definirse en esta semana entre Clinton y Trump evade, tal vez, dos preguntas claves: ¿Hablamos de los hechos o de lo que nos figuran las campañas? Y ¿Acaso el pueblo norteamericano está obligado a vivir atrapado en el chantaje permanente entre el miedo al fundamentalismo moral o al neoliberalismo con rostro humano de los llamados demócratas?

Lo que hay que hacer es ver y aceptar los resultados, viendo los mismos como el producto de una política atrapada entre lo que Clinton y Trump representan. Trump como símbolo de una política de la cual el dinero es arquitecto, y una Clinton que es la encarnación de la renuncia de los demócratas a su base sindical y de movimientos de derechos, fusionados con el proyecto neoliberal desde los 90, con Bill Clinton a la cabeza, y cuyo espectro progresista agitan solo en tiempos electorales intentando despertar tal vez nuestra conmoción.

Los norteamericanos en Estados Unidos, y los latinoamericanos en América Latina, tenemos sin embargo el derecho a ir más allá: construir alternativas mayoritarias capaces de romper el chantaje, la elección del «menos peor». Construir la convicción mayoritaria de que las cosas sí pueden cambiar, de fondo. Con otros consensos y con otros acuerdos, el de las mayorías expoliadas, acalladas y subordinadas en primer lugar.

En esencia, se trata de ir al rescate de la democracia, de gobernar los países sobre voluntades libres, legítimas, transparentes y mayoritarias.

Mientras eso no suceda, lo que Estados Unidos depara para el mundo y para su propio pueblo, en una u otra fórmula, es sufrimiento, tragedias y catástrofes.

Ese es el auténtico dilema.