El pan nuestro de cada día

El pan nuestro de cada día

El pan nuestro de cada día

Roberto Marcallé Abreu

 

En ocasiones  me he preguntado si la República Dominicana resistiría una auditoría ejecutada por una firma internacional  íntegra  e incuestionable sobre los destinos de los dineros “administrados” por  los diferentes gobiernos  desde   1961 hasta la fecha y que englobamos en el capítulo  de la “deuda externa”.

¿Qué ocurriría si se hiciera una rigurosa evaluación de los bienes del Estado partiendo del sustancial patrimonio creado  durante los treinta años de la dictadura de  Rafael Trujillo? ¿Y qué decir de los montos presupuestarios  de millones y  millones  utilizados  por los  gobiernos en estos últimos 57 años   de “vida democrática”? Esta  es una tarea pendiente.

Esos caudales,  inmensos como es lógico,  hubieran financiado   nuestro  desarrollo y desterrado para siempre nuestra escandalosa pobreza, el analfabetismo, la enfermedad, el avasallante  desorden  que aqueja las instituciones, la corrupción y el dispendio  descarados.

En este contexto de ilusiones las noticias de la cotidianidad no estarían desbordadas de tanta amargura y desasosiego. Podríamos haber  construido  una nación  sin esos índices de necesidad, sufrimiento y dolor que se acumulan día tras día, y que nos hacen dudar de nuestro destino como sociedad civilizada.

Los superávit  serían inmensos. Suficientes como para que en vez de un país con las consabidas y horrorosas diferencias  en lo social y lo económico de todos conocidas, viviéramos en una sociedad equilibrada, donde las instituciones funcionaran a plenitud y  los servicios, la educación,  la salud pública, la seguridad,  fueran óptimos.

En lugar de afrontar los hechos, la realidad, quienes nos han gobernado en los últimos tiempos han procurado  sustituir esta pesadilla dantesca con una campaña mediática de fábula que cuesta miles de millones y cuyo propósito es mantener en un estado de  apatía narcotizada y electorera a los desdichados  moradores de un país donde la tristeza y la frustración son el pan nuestro de cada día.

¿Qué nos ha ocurrido? ¿Por qué persistir bajo la égida  de una dirigencia nacional ambiciosa, desbordada de apetitos espurios, deshumanizada, sin sentimientos patrióticos? ¿Por qué el grueso de la ciudadanía hace tan irrisorio  acto de presencia para defender lo que en verdad le corresponde y que ha sido subrepticia y públicamente usurpado por unos pocos?

Quizás porque no hemos comprendido  la necesidad vital de proteger el patrimonio moral y material que nos han legado nuestros antepasados.

Basta con apreciar las inconductas de muchos de  nuestros “hombres públicos”, sus declaraciones, su defensa de lo indefendible, sus manipulaciones.

Por complicidad o perversidad nos rehusamos  a colocar en su justo lugar a quienes ocupan el escenario cuya tarea esencial es crear confusión, contrabandear sus mentiras y promover  las peores, las más deleznables causas.

Es la razón por la  que  somos calificados a nivel internacional como uno de los países más desesperanzados e infelices del mundo. La pregunta es hasta cuándo.



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