El gran exquisito

El gran exquisito

El gran exquisito

Mario Emilio Pérez

La mayoría de los amantes de la música sinfónica dividen sus simpatías, sus preferencias, entre los colosales y grandilocuentes Beethoven, Mozart y Bach.

Pero yo, poseedor de alma fronteriza con el romanticismo lacrimógeno, me inclino por el polaco, que con sus dos conciertos, sonatas, valses, mazurcas, nocturnos, scherzos, estudios, polonesas, baladas, fue justicieramente calificado de poeta del piano.

Pero mi admiración por Frederick Chopin no me debe llevar a caer en el melódico pecado mortal de desconocer el inconmensurable talento contenido en las obras de los autores citados.

La grandeza de Chopin, su gran aceptación entre intérpretes y aficionados de la música de los grandes maestros, la logró con numerosas obras de corta duración, y dos conciertos para piano en los que la orquesta tiene un papel secundario.

Alguien dijo que el nombrado gran exquisito poseía un talento de alcoba de enfermo, en alusión de mal gusto a la tuberculosis que acortó la fructífera existencia del inmortal intérprete y compositor.

Pero el autor de la frase, probablemente algún desheredado del renombre, soslayó las vibrantes, vigorosas tonalidades viriles, de las polonesas, donde plasmó Chopin el gran amor que profesó a su patria.

Se cita la ocasión en que durante el periodo de la ocupación rusa de Polonia suspendió bruscamente un recital en París, ante la llegada de un oficial de la nación invasora, gritando: yo no toco para los enemigos de mi patria.

Beethoven compuso obras imperecederas que no disfrutó por su sordera, y Mozart creó un amplio universo musical en su corta existencia.

Bach fue llamado el padre de la música por la perfecta estructura de sus composiciones y por crear la vigente forma de la sonata.

Pero desde mi incurable emotividad antillana, me inclino reverente ante el aristocrático semidiós del piano.



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