El dinero como intimidad

El dinero como intimidad

El dinero como intimidad

Las vacaciones de verano estaban por concluir y yo me preparaba para la vuelta a clase.

Ya me imaginaba el olor a tela nueva del uniforme, los cuadernos virginales y los zapatos lustrosos que no me gustaban, porque, mientras se adaptaban, sometían a tortura por varias semanas a mis párvulos pies.

Como a mi padre había que hablarle claro con eso de los gastos, una mañana le disparé la cifra en metálico que requería para los útiles escolares.

Primero me gastó una broma –a veces tenía un humor negro- diciéndome que ese año tendría que escribir en hojas de árboles, pues dinero no tenía para hojas de cuadernos.

A seguidas entró como una saeta al baño. Retornó en segundos con un billete de RD$100 en la mano que me extendió generosa.  Fui testigo de este ejercicio en distintas ocasiones: siempre se daba la vuelta o, simplemente, se ocultaba cuando tenía que tocar el fajo de efectivo para dar algo.

Nunca nadie supo cuánto  llevaba en el bolsillo ni ofreció a terceros el privilegio de conocer el balance de la libreta de banco.

Su severa discreción con el manejo del dinero era un tema de seguridad personal. 

Aprendí de él esta lección. Veo en ‘flash back’ aquellos fragmentos vitales de mi existencia ahora que se repone en la escena el debate sobre el secreto bancario y el deseo manifiesto del director de la DGII de levantar el velo para tener a manos nuestras cuentas.

La posesión de dinero es un acto de intimidad. Con razón el secreto bancario tiene rango constitucional y el legislador fue sabio cuando dispuso su levantamiento sólo en condiciones excepcionales y puntuales.

Esos vericuetos legales e institucionales no eran conocidos por mi padre, un hombre más bien instintivo que se cuidaba de andar enseñando el refajo. Hoy no hay reparos –sobre todo en los nuevos ricos- en exhibir hasta las partes pudendas.

Las evidencias de evasión fiscal están en todas partes y no necesariamente en el banco.



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