El control político

Uno de los significativos avances de la reforma constitucional de 2010 es el fortalecimiento de la capacidad fiscalizadora del Congreso Nacional. En la ocasión, el constituyente decidió equilibrar la creciente potencia normativa de la Administración con herramientas de control y fiscalización congresuales.

El ejercicio de esta facultad es normal y frecuente en los sistemas parlamentarios, pero en los presidencialistas suele ser esporádica o poco efectiva.

Con frecuencia provoca resquemor en los controlados y, a veces, la sensación de crisis inminente. Ninguna de estas percepciones es correcta.

El control congresual sobre la Administración es un procedimiento normal del sistema de frenos y contrapesos. No implica ni una intromisión en las facultades de la Administración ni tampoco un conflicto imposible de zanjar.

Las facultades de fiscalización son parte del control político sobre la Administración, definido por Loewenstein como “Las técnicas institucionales y de procedimiento creadas por la constitución que limitan y controlan, respectivamente, a los diversos detentadores del poder, en el ejercicio de las funciones que les han sido asignadas”. Vale decir, su propósito no es sustituir a la Administración como autoridad, sino supervisar su comportamiento. De ahí que, en realidad, se trata de actos cuya naturaleza es política.

Parafraseando a Clausewitz, este tipo de controles puede ser considerado como la lucha política, pero por otros medios.

En un país donde la política es vista con ojeriza difícil de justificar, señalar la naturaleza política de estos controles será visto por algunos como un intento de desacreditar las iniciativas de control. Pero eso solo puede decirlo quien no entiende el papel de la política en la democracia.

La razón por la que estas facultades existen y se ejercen, es que los enfrentamientos que suscitan afectan la apreciación que del funcionamiento de la Administración hacen los ciudadanos. En cualquier sistema de gobierno esto es importante; en una democracia es trascendental.

Y es esto lo que procuran –y con lo que deben lidiar- los congresistas que proponen poner en marcha los mecanismos de fiscalización, las cámaras cuando deciden si acogen o no dichas iniciativas, y la Administración cuando reacciona ante estos procedimientos.

Cada uno juega un papel que es a la vez político e institucional.

Lo deseable es que el control parlamentario se convierta en tema de discusión nacional e institucional. Las tensiones que crea son saludables para la democracia y deben ser asumidas por todos.